miércoles, 17 de febrero de 2010

Misericordia, Dios mío. (salmo 50)

Para iniciar esta cuaresma con verdadero corazón contrito y humillado.
Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general dedicada a comentar el Salmo 50, «Misericordia, Dios mío» o «Miserere».
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti sólo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

1. Es la cuarta vez que escuchamos, durante nuestras reflexiones sobre la «Liturgia de los Laudes», la proclamación del Salmo 50, el famoso «Miserere». De hecho, es presentado todos los viernes de cada semana para que se convierta en un oasis de meditación en cual descubrir el mal que se anida en la conciencia e invocar del Señor purificación y perdón. Como confiesa el Salmista en otra súplica, «no es justo ante ti ningún viviente», Señor (Salmo 142, 2). En el libro de Job se puede leer: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios? ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (25, 4-6).         Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18).

 2. En esta ocasión, nos detendremos brevemente en el final del Salmo 50, lleno de esperanza pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (Cf. versículos 17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (Cf. versículo 17).
        El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19).
        La «Imitación de Cristo», texto sumamente querido por la tradición espiritual cristiana, repite la misma admonición del Salmista: «La contrición de los pecados es para ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).

3. El Salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el Salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.
        Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del Salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el Salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el Salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.

 4. En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de Holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin» («Homilías sobre Ezequiel» 2, Roma 1993, p. 271).
Castel Gandolfo, 30 julio 2003.

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