lunes, 22 de febrero de 2010

Interioridad

El abad Isidoro de Pelusio decía: «Vivir sin hablar es mejor que hablar sin vivir, porque una persona que vive rectamente nos ayuda con su silencio, mientras que la que habla demasiado nos aburre. No obstante, la perfección de toda filosofía consiste en que las palabras y la vida estén de acuerdo».
Vivimos en un mundo dominado por la prisa y el ruido y que no se parece en nada al desierto egipcio del siglo III de nuestra era. Nuestro mundo no tiene nada que ver con un eremitorio en lo alto de una montaña. La mayoría de nosotros estamos constantemente urgidos por agendas y fechas tope, agobiados por la gente y el ajetreo de una sociedad densa y exigente.



Vivimos en una sociedad cada vez más extravertida, solicitados por mil estímulos en todos los niveles de la vida. Las instituciones incluso planifican acontecimientos familiares para nosotros, organizan celebraciones cívicas para nosotros, diseñan planes económicos para nosotros. Nos pasamos la mayor parte de la vida satisfaciendo las exigencias sociales de unas instituciones que, paradójicamente, se supone que fueron ideadas para hacemos posible la expresión personal y que, en lugar de ello, acaban consumiéndonos.
Incluso las respuestas espirituales que damos al Dios que nos creó están determinadas en gran parte por organismos religiosos portadores en su interior de las tradiciones propias de la denominación religiosa de la que proceden. Pero el contemplativo sabe que los ritos no bastan para alimentar la vida divina en su interior, sino que, en el mejor de los casos, son elementos accesorios de la religión. La espiritualidad no es el sistema que seguimos; es la búsqueda personal de lo divino en nuestro interior.
La interioridad, la construcción de un espacio interior para el cultivo de la vida divina, pertenece a la esencia de la contemplación. Interioridad es adentrarse en uno mismo para estar con Dios. Mi vida interior es un paseo en la oscuridad con el Dios que nos habita y nos lleva, más allá de nosotros mismos, a ser recipientes de la vida divina derramada sobre el mundo.
Entrar en nosotros, descubrir las razones que nos mueven, los sentimientos que nos bloquean, los deseos que nos distraen, los venenos que infectan nuestras almas…: todo ello nos conduce a la claridad que es Dios. Descubrimos los estratos del yo. Afrontamos el miedo, el egocentrismo, las ambiciones y adicciones que se alzan entre nosotros mismos y el compromiso con la presencia de Dios. Detectamos aquellas partes de nosotros mismos que están demasiado fatigada, demasiado desinteresadas, demasiado distraídas para hacer el esfuerzo de alimentar la vida espiritual. Hacemos sitio a la reflexión. Nos recordamos a nosotros mismos en qué consiste realmente la vida. Buscamos la sustancia de nuestras almas.
Ninguna vida puede permitirse el lujo de estar demasiado atareada para cerrar regularmente las puertas al caos: veinte minutos al día, dos horas a la semana, una mañana al mes… De lo contrario, y en medio de una larga y solitaria noche en la que la vida entera parece estar desorientada, descubrimos que en algún punto a lo largo del camino perdimos la visión de nosotros mismos, nos convertimos en juguetes del torbellino de la sociedad y, hasta que descendió sobre nosotros la oscuridad psíquica, ni siquiera nos dimos cuenta de que nos había ocurrido a nosotros.
El contemplativo se examina tanto a sí mismo como a Dios, de modo que Dios puede invadir cada uno de los aspectos de la vida. Somos una sociedad aislada. Estamos rodeados de ruidos, inundados de palabras y agobiados por la sensación de impotencia. Y, frustrados por todo ello, sufrimos verdaderos ataques de desánimo. El contemplativo se niega a consentir que el ruido que nos aturde nos haga sordos a nuestra pequeñez o ciegos a nuestra propia gloria.
La interioridad es la práctica del diálogo con el Dios que habita en nuestros corazones. Es también la práctica de la tranquila espera de que la plenitud de Dios llene nuestro vacío. Dios espera que busquemos la Vida que da sentido a todas las pequeñas muertes que nos consumen día a día. La interioridad nos hace ser conscientes de la Vida que sostiene nuestra vida.
El cultivo de la vida interior hace real la religión. La contemplación no tiene nada que ver con ir al templo, aunque el templo debe ciertamente alimentar la vida contemplativa. La contemplación consiste en encontrar al Dios que llevamos dentro, en crear un espacio sagrado en un corazón saturado de reclamos publicitarios y promociones, de envidias y ambiciones, para que el Dios cuyo espíritu respiramos pueda vivir plenamente en nosotros.
Para ser contemplativos es preciso dedicar cada día algún tiempo a acallar la violenta voz interior que ahoga la voz de Dios en nosotros. Cuando el corazón es libre para dar volumen a la llamada de Dios que llena cada minuto, las cadenas se rompen, y el espíritu se encuentra a gusto en cualquier punto del universo. Entonces nuestro psiquismo sana, y nuestra vida se plenifica.
El hecho es que Dios no está más allá de nosotros, sino en nuestro interior, y tenemos que entrar en nosotros mismos para alimentar el Aliento que sostiene nuestros espíritus.
LA VIDA ILUMINADA”. Joan Chittister, OSB

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