Estamos ante uno de los mejores estrenos del cine espiritual reciente. Curiosamente viene de la laica Francia y tanto en Cannes, donde obtuvo el "Gran Premio" de la última edición, como en las salas ha sido un éxito rotundo que hace pensar en el profundo deseo de Dios que nos sigue acompañando a los seres humanos.
La trágica muerte por decapitación de siete monjes trapenses del monasterio de Nuestra Señora del Atlas ocurrió casi un par de meses después de su secuestro la noche del 26 al 27 de marzo de 1996. Los llamados "Grupos Islámicos Armados" (GIA) decían en un comunicado "Les hemos cortado las gargantas a los monjes". La brutalidad de los hecho en una convulsa Argelia dió la vuelta al mundo.
La película de Xavier Beauvois -No olvides que vas a morir (1996),Según Matthieu(2000)- afronta desde la ficciónmás que una reconstrucción de los hechos, un profundización en los motivos de la elección de unos hombres que enfrentan la muerte.
La película de Xavier Beauvois -No olvides que vas a morir (1996),Según Matthieu(2000)- afronta desde la ficciónmás que una reconstrucción de los hechos, un profundización en los motivos de la elección de unos hombres que enfrentan la muerte.
La presentación de las circunstancias históricas se pone al servicio del itinerario interior. La vida de los monjes en medio de un pueblo de mayoría islámica nos presenta su convivencia y vecindad en medio de la pobreza y las tensiones políticas que se abaten sobre Argelia. La cercanía y el servicio a las personas había convertido el monasterio en una presencia necesaria para el diálogo y la prevención de la violencia. Sin embargo, el avance del fundamentalismo, por una parte, y la represión policial, por otra, marcan una espiral de destrucción imparable. Pronto los monjes se ven enfrentados a una decisión radical salir para salvar la vida o permanecer asumiendo el riesgo de una muerte inminente.
Los monjes que muestra la película no son héroes de aventura. La presentación del proceso de cada uno nos descubre su humanidad, sus miedos y sus motivaciones profundas. Todos ellos son muy distintos, desde Luc (Michael Lonsdale), el médico ya curtido en mil dificultades; Célestin (Philippe Laudenbach) , antiguo educador de marginados y ahora hospedero; Christophe (Olivier Rabourdin), de profesión agricultor y el más joven del grupo; Amédée (Jacques Herlin), el más anciano o Cristian (Lambert Wilson), el prior, profundo conocedor de la lengua árabe y de la religión islámica. Pero todos ha de enfrentarse a una decisión compartida.
Los monjes que muestra la película no son héroes de aventura. La presentación del proceso de cada uno nos descubre su humanidad, sus miedos y sus motivaciones profundas. Todos ellos son muy distintos, desde Luc (Michael Lonsdale), el médico ya curtido en mil dificultades; Célestin (Philippe Laudenbach) , antiguo educador de marginados y ahora hospedero; Christophe (Olivier Rabourdin), de profesión agricultor y el más joven del grupo; Amédée (Jacques Herlin), el más anciano o Cristian (Lambert Wilson), el prior, profundo conocedor de la lengua árabe y de la religión islámica. Pero todos ha de enfrentarse a una decisión compartida.
La película va introduciendo en este ejercicio de discernimiento personal y comunitario, psicológico y espiritual. Cada uno de los monjes se ha de situar personalmente y entre ellos se ayudan a ese camino de libertad. Los dinamismos psicológicos se abren a la dimensión espiritual. Más allá de la inconsciencia, la superficialidad fanática o el imperativo colectivo cada uno será el mismo ante el mundo que quiere construir y el Dios en el que cree. Los motivos para salir son muy sensatos. Los motivos para quedarse son la fidelidad a sus amigos argelinos y la convicción en que Dios sembrará la reconciliación.
La decisión de permanecer les sitúa ante su misión como comunidad monástica, en este caso no solo puestos entre Dios y los hombres sino también entre dos mundos religiosos y culturales como puentes entre dos orillas. El director sabe entrar en las cuestiones profundas y en la entraña creyente de su decisión que se forja orando más allá de sus miedos. Su última cena, en una secuencia magistral e inspirada, será una epifanía musical y silenciosa de su disponibilidad en primeros planos para creer en que Dios saca lo mejor de cada ser humano, de cada rostro. Su muerte, realizada como un presagio en elipsis, será una esperanza donde las víctimas y los verdugos, son reunidos por la blancura trascendente y infinita del Dios que sienta a la mesa, hoy vacía, a todos los hombres hermanos.
Lo interesante de la película en que nos coloca en la memoria y la herencia del sacrificio martirial de este grupo de monjes. Ante una tragedia en la que unos matan en nombre de Dios y otros mueren en nombre de Dios, el espectador tiene clara conciencia que plantea algo que le atañe. Le implica porque en medio del desastre, aparece una puerta abierta en que la humanidad puede encontrar un vínculo absoluto para sentarse a la misma mesa. Un vínculo más allá de lo humano, en lo divino a la vez que profundamente humano. Donde Dios y la experiencia de Dios pueden ofrecer futuro y esperanza en medio de las amenazas de la sociedad del riesgo.
La decisión de permanecer les sitúa ante su misión como comunidad monástica, en este caso no solo puestos entre Dios y los hombres sino también entre dos mundos religiosos y culturales como puentes entre dos orillas. El director sabe entrar en las cuestiones profundas y en la entraña creyente de su decisión que se forja orando más allá de sus miedos. Su última cena, en una secuencia magistral e inspirada, será una epifanía musical y silenciosa de su disponibilidad en primeros planos para creer en que Dios saca lo mejor de cada ser humano, de cada rostro. Su muerte, realizada como un presagio en elipsis, será una esperanza donde las víctimas y los verdugos, son reunidos por la blancura trascendente y infinita del Dios que sienta a la mesa, hoy vacía, a todos los hombres hermanos.
Lo interesante de la película en que nos coloca en la memoria y la herencia del sacrificio martirial de este grupo de monjes. Ante una tragedia en la que unos matan en nombre de Dios y otros mueren en nombre de Dios, el espectador tiene clara conciencia que plantea algo que le atañe. Le implica porque en medio del desastre, aparece una puerta abierta en que la humanidad puede encontrar un vínculo absoluto para sentarse a la misma mesa. Un vínculo más allá de lo humano, en lo divino a la vez que profundamente humano. Donde Dios y la experiencia de Dios pueden ofrecer futuro y esperanza en medio de las amenazas de la sociedad del riesgo.
Pero, y lo que también es una aportación bien próxima y personal, la historia rememorada se presenta como un verdadero camino de elección donde cada uno, aunque sea menos dramáticamente, nos sentimos enfrentados. Siempre hay motivos sensatos para abandonar, para conservar y para garantizar lo inmediato. Pero también motivos espirituales y razonables para esperar, entregarse y confiadamente seguir avanzando. Y esta elección sigue siendo ineludible y, en alguna manera, nos la encontramos cada mañana.
Peio Sánchez Rodríguez
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