Una de las muchas ventajas, que nos produce el verano, con su sol fuerte y sus días largos y calurosos, son, esas bonitas noches, tranquilas y serenas, que nos permiten ver el bello espectáculo, que nos ofrece, un cielo claro y transparente lleno de estrellas, y con un fragante olor a universo en paz.
Y una de esas noches, que te encuentras tranquilamente sentado en la terraza de tu casa, regresó a mi mente, el recuerdo de Rosalía, aquella chica, de la que hablé recientemente en estos escritos, joven, alegre y bella, hija de Raquel, buena y vieja amiga, que un buen día, había sentido la llamada de Dios y decidió ingresar en el convento madrileño de Santa Clara.
Recuerdo, que en compañía de su madre, volví a visitarla por segunda vez, y de nuevo nos mostró su cara alegre, espejo, sin duda, de un alma rebosante de una felicidad, muy especial.
Una felicidad, que pudimos apreciar, cuando hallándonos por las inmediaciones del convento, oíamos que en un patio interior, las hermanas estallaban de risa y hablaban con desbordante alegría. Yo, no podía entender, bajo un punto de vista pobre y egoísta, que fueran tan felices, si nada de lo que alegra a este mundo, era suyo, y además carecían de todo aquello, que para el resto de los humanos, era tan imprescindible.
Aquellas mujeres, pensaba yo, alejadas del estruendo de bares y locales de moda, no conocían el lujo, ni el placer, ni la diversión, por lo que no llegaba a entender, el misterio por el cual, parecían tan felices y estaban tan alegres. Sin embargo, en mi interior, sentía una sana envidia de ellas.
Y así, se lo comenté, en nuestra visita, que como en la vez anterior, resultaba gratificante y hermosa. Rosalía, nos iba impregnando de su amor a Dios, contenido en un corazón que estallaba, alegría y felicidad.
Leyendo a los grandes místicos, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, nos decía Rosalía, he llegado a comprender, la importancia que supone para nosotras, nuestra vocación. Entendemos que hay mucho que hacer en este mundo, fuera de estos muros, pero mediante la pobreza, la oración y el silencio, que para nosotras, es lo más importante, damos testimonio de amor a Dios y a ese mundo, al que amamos y socorremos.
Cuidamos de nuestra tierra, para arrancarle, no sin poco esfuerzo, todo lo necesario y con ello, ayudar a personas que lo necesitan, sirviendo comidas a todos aquellos, que carentes de recursos, acuden a visitarnos.
Recopilamos, arreglamos y repartimos la ropa, que nos entregan aquellas buenas personas, que piensan en sus semejantes, a los marginados, inmigrantes y mendigos. En definitiva, a esos hermanos nuestros, que como nosotros, son hijos de Dios y a los que hemos de ayudar.
Colaboramos, con médicos y enfermeras, en clínicas asistenciales y Hospitales, para estar junto a los que sufren, ayudándoles y ofreciéndoles compañía y cariño y, a veces, con tristeza, acompañándoles, en los últimos momentos de su vida, para que en paz, la entreguen a Dios.
Esta es, -continúa diciendo Rosalía- la vida de una monja, puesta al servicio de los demás y que como paloma mensajera, envía al final del día hasta el cielo, para ofrecérsela al Padre.
Quizás, en el mundo exterior, al que por supuesto no olvidamos, seremos necesarias, aquí en la austeridad del convento, también.
Se hizo un breve silencio, roto por el sonido de la campanilla que nos advertía, que nuestro tiempo de visita, se había terminado. La sonrisa de Rosalía, nos acompañó en su despedida a Raquel, su madre, y a mí, hasta la puerta.
Le prometí, volver pronto. Tal vez, porque cada vez que hablo con ella, salgo reconfortado, feliz y admirado, de poder penetrar a través de su conversación, en la profundidad de mi propio corazón, que me hace recordar, lo mucho que hay que beber, en el pozo del alma.
De regreso, acompañando a Raquel a su casa, le confesé, que me agradaría, que este mundo en el que vivimos, fuese como un gran convento, en el que reinara la alegría, la paz y la felicidad. Pero esto, posiblemente sea, un sueño imposible.
J. G.
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