miércoles, 1 de septiembre de 2010

Contemplativas

Este verano he tenido una experiencia nueva: predicar los ejercicios espirituales a unas monjas contemplativas. Durante una semana, he intentado ayudarles en esa tarea de revisar ante Dios la propia vida, para tomar impulsos en orden a una entrega más generosa a la propia misión. Creo que, más que yo a ellas, me han ayudado ellas a mí. Y lo han hecho con su solo ser y estar. Un monasterio es, por sí mismo, una prueba de la existencia de Dios, de su grandeza y, a la vez, un signo de lo que constituye la razón de ser de cada uno de nosotros: dar gloria a Dios, tratando de buscarle cada día, intentando caminar hacia Él y en Él.
En medio de la ciudad, donde proliferan los negocios y los oficios, un puñadito de habitantes hace suyo un único negocio: la alabanza divina. De algún modo, cada monasterio es como una embajada del cielo, una porción de tierra que se convierte en anticipo del cielo.
Para los que vivimos en el mundo, solicitados por múltiples quehaceres, supone un recuerdo necesario el fijar, en exclusiva, si podemos decirlo así, la mirada en Dios. No quiero decir con esto que las monjas no vivan en el mundo o que de desentiendan de él. En absoluto. En Dios nos reencuentran a todos y encuentran todo. Sin salir a la calle, su vida es un eficaz apostolado.
Lejos de encontrarme a unas mujeres al margen de la vida – como un pensamiento superficial podría hacer pensar – me he encontrado con otros seres humanos, de carne y hueso, con dudas y esperanzas, con anhelos e inquietudes. Pero, también, con unas mujeres íntegramente consagradas a Dios, en esa forma de consagración propia de la vida monástica.
Me inspiran estas monjas un enorme respeto. A fuerza de cantar los Salmos y de leer la Escritura han ido aprendiendo muchas cosas de Dios. Lo llevan tratando durante años, en un trato muy asiduo y cercano. Tocan con su corazón el sentido de la vida y son capaces, por ello, de hacerlo sospechar a quien se acerca con una mirada limpia.
Últimamente leo muchas vidas de monjas. De monjas santas y sabias. De mujeres de gran talento. No es mala escuela el monasterio. Además de los conocimientos que, por estudios, puedan tener, tienden al conocimiento cordial, al sabroso saber, a aquel que ilumina la vida.
Y, como consecuencia lógica, se aprecia en ellas la delicadeza en el trato humano, la buena educación y la cortesía, que es un reflejo primero de la caridad.
Guillermo Juan Morado.
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