Contrariamente a lo que suponemos, Dios no permanece en silencio, sino nos habla constantemente.
Él nos habla desde siempre en su lengua, en la lengua simple de nuestra existencia cotidiana. El lugar habitual de la cita de Dios con nosotros es la vida. Nos habla a través de los acontecimientos de cada día, a través de las exigencias y responsabilidades de nuestra vida profesión, vida familiar, vida pública, a través de las personas que nos rodean.
Cada suceso, cada encuentro, cada situación tiene su lugar y su significado en el plan, que tiene el Padre sobre nuestra vida. Y el cristiano no debe ser el hombre que camina en las nubes, con los ojos vueltos hacia el cielo. Al contrario, es un hombre que mira a la tierra, que contempla su camino en este mundo a la luz de la fe, y que descubre así el deseo del Padre sobre él.
Para poder escuchar la voz de Dios, para poder interpretar los signos de su voluntad, es necesario - sobre todo - guardar silencio, apartarse de la inquietud y agitación del día. Deberíamos buscar, de vez en cuando, tal vez cada noche, un momento de pausa, echar una mirada rápida sobre nuestra jornada, elegir un acontecimiento significativo, y tratar de revelar la voluntad del Padre que se esconde en él: ¿Qué me dice Dios a través de este acontecimiento? ¿Qué espera de mí en esta situación, para con estas personas, en este ambiente? ¿Cómo le voy a responder? No hemos de tener miedo de caer en una ilusión. El Espíritu Santo nos acompaña y nos guía en nuestro diálogo con Dios. Y si quedamos fieles en esta revisión de vida, Él nos dará la luz para poder ver más claro. Porque Dios se oculta mucho menos de lo que creemos. Son nuestros ojos los que no están acostumbrados a verlo en la noche de nuestros sentidos.
La obediencia a Dios a través de las pequeñas cosas de cada día no nos resulta muy fácil. Pero es el único camino que nos lleva al Padre. Para llegar a la unión con Él, hay que renunciar poco a poco a nuestros propios deseos, nuestros proyectos personales, a fin de adoptar los designios del Padre. Sólo después de morir a nosotros mismos, a nuestra voluntad, empieza a florecer la resurrección.
Pero el que acepta arriesgar cada día su vida, puede estar seguro de que ha encontrado el amor, la paz y la alegría en Dios para siempre.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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