Siempre ha llamado la atención esta opción de vida. A muchos les da escozor imaginarse a un grupo de mujeres encerradas voluntariamente, huyendo del mundo, de los vínculos, de la historia. El adjetivo por el que nos conoce el común de la gente -monjas “de clausura”- evoca actitudes de ruptura, ensimismamiento y casi indiferencia por los avatares de la humanidad. Los signos visibles que tradicionalmente han acompañado esta opción –las rejas, el torno[1]- no han facilitado la comprensión de esta forma de vida.
Afortunadamente, en los últimos tiempos se ha instalado eficazmente la distinción entre lo esencial y lo accidental de la vida contemplativa, entendiendo por esencial aquellos elementos no negociables, insustituibles y perennes, que hacen válida esta elección vida, más allá del paso de los siglos. Y entendiendo por accidental aquellos elementos que formaron parte de la vida común de los monasterios, y que han tendido a perpetuarse, sin la debida interpelación de la cultura del lugar y de la época en que se vive. Siendo que la orden de Carmelitas Descalzos surge en España en pleno siglo XVI, es fácil imaginar cuántos rasgos medievales y renacentistas se instalaron y no quisieron luego desaparecer.
Hoy, un grupo de diez mujeres estamos en el centro de esta Córdoba de comienzo de milenio, arrastrando cuatro siglos de historia, y preguntándonos día a día cómo ser hoy carmelitas descalzas. Es una pregunta cuya respuesta es un desafío cautivante y que nos obliga a ser no solamente fieles a una tradición sino sobre todo fieles a nuestra gente, a los innumerables hombres y mujeres de hoy, cuyos gozos, dolores y esperanzas son también los nuestros. Y para alcanzar esa doble fidelidad hay que ser esencialmente creativas.
Dejando, pues, de lado esos elementos accidentales que han usurpado el lugar de lo esencial, paso a definir por qué estamos aquí y viviendo de este modo, sabiendo de antemano que sin fe es imposible una acabada comprensión.
¿Qué es ser Carmelita Descalza?
Cuando yo era chica me parecía que los tumultos de mi mundo interior se parecían mucho a los del mundo exterior. Y me pasaba buscando los puntos de contacto, la clave, el código secreto que resolviera todos los enigmas. Ese trabajo ímprobo me hizo bucear en las ideas, en el amor, en la vida, en la muerte, en lo trascendente y en lo inmanente. Llegada a un punto, un abismo dentro mío me mostró una cámara secreta, un lugar de encuentro, un espacio sagrado. Ese hondón estaba habitado. El Tú infinito me dio todas las respuestas y calmó todos los desasosiegos.
De un modo o de otro esta puede ser la historia de todas las carmelitas descalzas: Hay un corazón inquieto, que quiere abarcar la totalidad, que no se conforma con un trabajo, con una misión, con un lugar, con una casa, con un amor. Hay un ansia y una sed de que nada ni nadie quede fuera de ese abrazo del corazón inquieto.
Dios es el único que puede con semejante deseo. Por eso lo que buscamos esencialmente las carmelitas es una profunda unión con Dios para poder, desde Él, abrazar a toda la humanidad. La unión con Dios no es otra cosa que tener los mismos sentimientos de Cristo: estar dispuestas a dar la vida por los demás, amarlos como él nos amó, dejar que Él sea el Señor.
Esto, en lo cotidiano, se traduce en una vida sencilla, atravesada por la oración y el amor fraterno como sus dos pilares esenciales. A través de la oración, que no es otra cosa sino amistad con el Señor, llevamos todas las necesidades de la gente que día a día nos deja sus penas y pesares. Llevamos también nuestra sed de amar y de ser amadas, y nos dejamos encender un poco más en amor por el que es Amor Infinito.
A través del amor fraterno, salimos de nosotras mismas hacia el otro. Es la prueba de que la oración no es un ensimismamiento narcicista. Si de ella no nacen obras de amor y de justicia nuestra oración es vana y vacía. Por eso los Carmelos están llamados a ser como un ecosistema completo[2], donde las leyes internas no son otras que las del amor, donde el mayor es el menor, donde el poderoso es humillado y el menor es ensalzado. Donde el que es menos es más, donde el más pobre es el más rico, donde el que nada tiene todo lo tiene, donde el que más sabe, es que sabe de la cruz y de Jesucristo crucificado.
Palabra de mujer
Si a esta realidad le sumamos el bello nombre de mujer, se abren nuevas perspectivas desde las cuales se llena de sentido esta opción de vida.
Recién en el siglo XX la mujer comenzó a pensarse a sí misma. También dentro de la Iglesia ella advirtió que a lo largo de la historia fueron los varones quienes se encargaron de decir quién era ella, le asignaron una identidad, un rol, una misión y unas leyes. De este modo, se advierte que a lo largo de los siglos se depositó en la mujer una identidad que estaba lejos de ella misma, y se vio forzada y esforzada a ser lo que no era.
A partir de la reflexión femenina dentro de la iglesia, se puso de relieve la necesidad de integrar el lenguaje del cuerpo de la mujer para poder definir su identidad y misión. Desde esta perspectiva se instala un nuevo enfoque de la mujer como espacio – habitación[3]. De la estructura corporal de su útero como espacio abierto donde se gesta la vida, se configuran su psiquis y su espiritualidad. Independientemente de su efectiva y/o concreta maternidad biológica.
Desde esta nueva perspectiva, ella descubre que ser espacio abierto implica la misión de crear comunidad, de engendrar “hijos”, de respetar la alteridad y de velar por la justicia.
Ella se sentirá llamada a ser lugar de encuentro, a comunicar la fiesta y la alegría, a transmitir su fuerza. Se sentirá convocada a nutrir, dar asilo, consuelo, consejo y abrigo. Ella será la guardiana de la intimidad y los secretos. Ella pondrá la mesa y lavará los pies al extranjero (al distinto y al marginado). Ella será quien rompa los órdenes establecidos para instaurar un nuevo orden, donde lo primero no es conquistar sino ser espacio vulnerable al otro, en sus sufrimientos y en sus búsquedas.
Por eso también, la teología femenina estará menos teñida de especulación y más de donación, mística y narración. Esta teología no habla tanto, sino que señala el fuego e invita a entrar en él. Descubre el rostro de Dios como el hacedor de nuestra alegría y nuestro júbilo. Como el gran cobijo en las tormentas y la luz en las noches oscuras. Como el vino de la fiesta y el banquete inextinguible. Como la tierra del reposo y el lugar de la esperanza.
Cuando se acercaba la hora de su muerte, estando Jesús cenando con sus discípulos, se presentó una mujer en medio de ellos. Llevaba en un frasco de alabastro un perfume carísimo. Rompió el frasco y lo derramó sobre la cabeza de Jesús. La casa se llenó de perfume. Enseguida los discípulos la criticaron, y cuchicheaban diciendo: “¿No hubiera sido mejor vender el perfume y repartir el dinero entre los pobres?” Pero Jesús les dijo: “Déjenla, ¿por qué la molestan? … Ella hizo lo que podía; ungió mi cuerpo anticipadamente para la sepultura. Les aseguro que allí donde se proclame la buena noticia en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo.” [4]
Ojalá que muchas mujeres estemos dispuestas a quebrar nuestros frascos de alabastro y derramar nuestros perfumes sobre los dolientes de nuestro mundo. Este es el poder de las mujeres de todos los tiempos: ellas saben descubrir en medio de la multitud los cuerpos que necesitan ser ungidos con su ternura y protección. Y ella está llamada desde su espacio más íntimo y sagrado a la oblación completa. Sin esperar la aprobación de los hombres ni el elogio de los poderosos.
Ojalá que hoy en la sociedad podamos escuchar que los varones digan de la mujer “Déjenla”, que ella sabe lo que hace, porque se lo dicta el amor. “Déjenla” porque no importa tanto la administración sino que la casa (el mundo, la sociedad, la ciudad) se llene de perfume. “Déjenla” porque ella conoce de modo misterioso y bello que la única urgencia de la humanidad es la del derroche del amor.
[1] Ventana giratoria situada en la portería de los monasterios, por donde se atiende a la gente. La misma consta de cuatro paneles de madera en forma de cruz, de modo que sirve para conversar o pasar objetos, pero priva totalmente de la visión tanto de dentro como de fuera.[2] Expresión acuñada por Thimoty Radcliffe, op[3] MARÍA TERESA PORCILE SANTISSO, La mujer, espacio de salvación. Varios conceptos vertidos en esta sección los tomo de la citada autora.[4] Se puede leer esta cita en el Evangelio de Marcos (14,3-8) o en el de Mateo (26, 6-13) o en el de Juan (12,1-8)
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