Los santos fueron a la vez gigantes del pensamiento, porque han amalgamado en su personalidad esas dos cosas que nosotros hemos disociado tanto: la acción y la contemplación.
La oración es, en una hermosa frase de San Ambrosio, un sueño fecundo. La calma era su fuerza y así, sin ruido, vencían al mundo. San Agustín define a Dios en dos palabras, siempre actuando y siempre quieto. La vida religiosa efectivamente fructuosa está hecha de un sabio equilibrio entre la acción y la contemplación. San bernardo fue el hombre más activo de su siglo, pero era también el más contemplativo. Llevaba la soledad consigo, una soledad con su mundo interior que lo hacía feliz y superior a las cosas externas.
Realmente hemos perdido ese equilibrio, somos o pura oración subjetiva sin resonancia en la acción, o puro activismo que nos seca el alma. En ese clima de ruptura con nuestro mundo interior pululan los reformadores, que cuando rezan parecen anacoretas y cuando trabajan parecen títeres.
Alguno podría pensar que el sistema de vida es hoy tan distinto, que es imposible armonizar o vivir como lo hicieron los santos en la antigüedad. Yo diría que han cambiado las formas pero no el fondo. Los valores que emanan de la naturaleza humana son permanentes e inmutables tanto para el cuerpo como para el alma.
Existe una manera de alimentarse, de amar, de pensar, de rezar, que no varía con las épocas. Todo está en armonizar la vida pública con la vida privada, pero esto depende de la calidad espiritual de cada uno, fruto de la cultura personal o de la riqueza interior de cada persona. Todo el problema reside aquí.
El drama del hombre es que ciertos bienes esenciales se pueden perder sin dolor y una vez perdidos no se recuperan más. La libertad, el entusiasmo, el sentido de lo espiritual. Hay facultades del hombre que se pierden para siempre por el mal uso que el hombre hace de ellas.
Podemos abusar de la vista contemplando espectáculos degradantes o del oído escuchando mala música, pero no por eso quedarnos ni ciegos ni sordos. Pero si suprimimos el sentido crítico de las cosas, si nos acostumbramos a no razonar, somos como una marioneta agitada por influencias exteriores, como la publicidad, la propaganda, las corrientes de opinión.
Hay que preservar en nuestras vidas zonas de silencio y reflexión. Todavía podemos elegir entre las múltiples solicitaciones que nos asaltan y podemos rechazar lo malsano. Hay muchos, que habiéndose olvidado de abastecerse en la fuentes de la vida interior, tienen necesidad de ser constantemente reanimados por las aportaciones del mundo exterior, porque cuando entran dentro de si mismos, no hallan más que vacío y se apresura a huir.
Monseñor Antonio Gonzalez
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