lunes, 9 de enero de 2012

Necesito Silencio y Soledad

¿Alguna vez has dicho necesito un espacio de silencio y soledad?

El silencio es necesario para la oración, pero insuficiente. Cuando Elías escuchó la “voz de un sutil silencio” (1Re 19,9-18), no es que haya oído el sonido del silencio o que la ausencia de ruidos le haya revelado, por sí misma, la presencia de Dios. En aquella soledad Dios le dio a Elías la capacidad de percibir su presencia y de escuchar su palabra. El silencio no fue el mensaje, sino el ambiente propicio para escuchar la Palabra. La escucha exige silencio.
El silencio prepara para la escucha
Lo que es el terreno arado para la siembra y la luz para la vista, así es el silencio para escuchar la voz de Dios y para percibir su presencia.
Cuando el Espíritu Santo viene a sembrar en nuestro espíritu, necesita que la persona esté preparada, bien dispuesta, como un campo arado que espera acoger la semilla de la gracia.
Gracias a la luz se aprecia la belleza de un paisaje. Con la luz destacan los colores, las formas, las distancias. Lo que vemos son las cosas, pero es la luz lo que nos permite percibirlas, como el silencio lo que nos permite escuchar.
¿Cómo percibiría esta cascada sin luces y sombras?
¿Cómo acogería el campo la semilla si no estuviera arado?

Disponerse para escuchar es determinante en la vida de oración
Si Dios habla enviando Su Palabra es porque espera que haya alguien dispuesto a escuchar. Hablar al vacío no tendría ningún sentido. Dios me habla porque espera que yo le escuche.
Podemos disponernos para la escucha avivando el deseo de Dios, afirmando con humildad nuestra condición de creaturas y de pecadores, buscando el silencio y la soledad, cultivando la vida de gracia, suplicando a Dios con insistencia: ¡Dame, Señor, un corazón que escucha!

Busco tu rostro, Señor; quiero verte.
Tengo sed, quiero encontrarte.
A veces me quejo por tus largos silencios.
Tu silencio guarda tu misterio.
Eres todo bien y belleza; no soy capaz de abarcarte.
No es que calles permaneciendo indiferente a mi súplica.
Hablas de modo diferente y no siempre percibo tu voz ni te comprendo.
Que te acepte como eres y así te siga.
Que así te entienda, que así te ame.
Quiero aprender a escucharte.
Tú eres la Palabra, me hablas del amor del Padre.
Tú eres el Camino, me muestras siempre Tu Voluntad.
Tú eres la Luz del mundo, iluminas las cañadas más oscuras de la historia.
Tú eres el Buen Pastor, estás siempre a mi lado.
Que mi corazón esté siempre preparado para acogerte, como María.
¡Muéstrame tu rostro!
¡Dame, Señor, un corazón que escucha!

El silencio de María
Cito un excelente texto de Pierre de Bérulle sobre el silencio de María:
“La acción de la Virgen consiste en estar en silencio y escuchar. Esa es su condición, su voz, su vida. Su vida es una vida de silencio que adora a la palabra eterna. ella veía delante de sus ojos, en su seno, en sus brazos, esa misma palabra, la palabra sustancial al Padre... Se quedaba callada, reducida al silencio durante la infancia del niño Jesús, María se sumerge en un nuevo silencio y en el silencio se transforma, siguiendo el ejemplo del verbo hecho carne, que es su hijo, su Dios, su único amor. Y su vida pasa de silencio en silencio. Del silencio de la adoración al de la transformación.”

Silencio interior y presencia de Dios
En nuestra casa en Roma trabaja un buen albanés que se llama Alois. Es un hombre muy laborioso, hábil, responsable, inteligente, agradable, siempre alegre. Escuché ruidos de martillo en la cocina y un locutor de radio de fondo. Sabiendo que seguramente se trataba de Alois, entré en la cocina para saludarle. Después de conversar un rato, le pregunté:
-              ¿Por qué tienes la radio encendida? ¿No te gustaría trabajar en silencio?
-              Me respondió: Pongo la radio para que me haga compañía.
-              Tienes a Dios, le dije.
-              Me respondió: Entonces ya somos tres.
El silencio exterior es necesario, pero lo que es determinante para percibir la presencia de Dios es el silencio interior, que no es vacío, sino actitud de escucha, es acto de presencia de Dios. Y en la presencia de Dios se está bien: “Mantengo mi alma en paz y en silencio como un niño destetado en brazos de su madre” (cf Sal 131)

Cuando las turbaciones o preocupaciones provoquen interferencias en nuestro corazón y no nos permitan alcanzar la quietud interior, es bueno recordar aquella escena en que iba Jesús en la barca con sus discípulos mientras les azotaba una fuerte tormenta y pedirle que así como después de su intervención “sobrevino una gran calma” (Mt 8, 26b), así también haga reinar la calma en nosotros.

El silencio es la condición ambiental que más favorece la contemplación.
Habiendo terminado de escribir este artículo pedí a un compañero que me ayudara a revisarlo y me dijo: El Papa acaba de hablar del silencio, conviene que lo lea. Me alegró descubrir que el tema de la audiencia del Santo Padre de este pasado miércoles 10 de agosto versó precisamente sobre el silencio. Reproduzco aquí las palabras del Papa a los peregrinos de lengua española durante la audiencia (y copio al final del artículo una traducción -no oficial- de la catequesis completa que impartió en italiano):

“Invito a todos en este tiempo a descubrir y contemplar la belleza de la creación, que a su vez revela al Creador, y a cultivar también el silencio interior, que dispone al recogimiento, a la meditación y a la oración, para favorecer el progreso espiritual mediante la escucha de la voz divina en lo profundo del alma.”

Nunca es tarde para formar el hábito del silencio interior. El amor de Dios es eterno, siempre es posible volver a la fuente aunque en la historia de nuestras vidas mucha agua se haya derramado aparentemente en balde. Dios, hoy, sigue diciéndonos al oído, con infinita paciencia: “Ojalá escuchéis hoy mi voz, no endurezcáis vuestro corazón”. (cf Sal 95, 7b-8a)

A continuación, el texto de la catequesis del Santo Padre Benedicto XVI, 10 de agosto de 2011:

"En todos los tiempos, hombres y mujeres que han consagrado la vida a Dios en la oración- como los monjes y las monjas- establecieron sus comunidades en lugares particularmente bellos, en los campos, sobre las colinas, en los valles, en la orilla de los lagos o del mar, e incluso en pequeñas islas. Estos lugares unen dos elementos muy importantes para la vida contemplativa: la belleza de la creación, que recuerda la del Creador, y el silencio, garantizado por la lejanía de las ciudades y de las grandes vías de comunicación. El silencio es la condición ambiental que mejor favorece el recogimiento, la escucha de Dios, la meditación. Ya el mismo hecho de gustar el silencio, de dejarse- por así decir- “llenar” del silencio, nos predispone a la oración. El gran profeta Elías, sobre el monte Horeb- o sea, el Sinaí- asistió a un vendaval, después a un terremoto, después a relámpagos de fuego, pero no reconoció en ellos la voz de Dios; la reconoció en cambio en una brisa ligera (cf 1 Re, 19, 11-13) Dios habla en el silencio, pero hace falta saberlo escuchar. Por esto los monasterios son oasis en los cuales Dios habla a la humanidad; y en estos se encuentra el claustro, lugar simbólico, porque es un espacio cerrado, pero abierto hacia el cielo.

Mañana, queridos amigos, haremos memoria de Santa Clara de Asís. Por ello me da gusto recordar uno de estos “oasis” del espíritu particularmente querido a la familia franciscana y a todos los cristianos: el pequeño convento de San Damián, situado poco debajo de la ciudad de Asís, en medio a olivares que descienden hacia Santa María de los Ángeles. En esta iglesita, que Francisco restauró tras su conversión, Clara y las primeras compañeras establecieron su comunidad, viviendo de oración y de pequeñas labores. Se llamaban las “Hermanas Pobres” y su “forma de vida” era la misma de los Frailes Menores. “Observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (Regla de Santa Clara I, 2) conservando la unión de la caridad recíproca (cf ibíd. X, 7) y observando en particular la pobreza y la humildad vividas por Jesús y su santísima Madre (cf ibíd. XII, 13).

El silencio y la belleza del lugar en el cual vive la comunidad monástica- belleza simple y austera- constituyen como un reflejo de la armonía espiritual que la misma comunidad trata de realizar. En el mundo existe una constelación de estos oasis del espíritu, algunos muy antiguos, particularmente en Europa, otros recientes, otros restaurados por nuevas comunidades. ¡Mirando las cosas desde una óptica espiritual, estos lugares del espíritu son una estructura que sostiene el mundo! Y no es casualidad que muchas personas, especialmente en los períodos de descanso, visiten estos lugares y se queden por algunos días: ¡también el alma, gracias a Dios, tiene sus exigencias!

Recordemos, pues, a Santa Clara. Pero recordemos también otras figuras de Santos que nos recuerdan la importancia de volver la mirada a las “cosas del cielo”, como Santa Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, carmelita, co-patrona de Europa, que celebramos ayer. Y hoy, 10 de agosto, no podemos olvidar a San Lorenzo, diácono y mártir, con una felicitación especial a los romanos, que desde siempre lo veneran como uno de sus patronos. Y, por fin, volvamos nuestra mirada a la Virgen María, para que nos enseñe a amar el silencio y la oración."

Autor: P. Evaristo Sada LC | Fuente: www.la-oracion.com

2 comentarios:

Alicia dijo...

Me encanto tu blog. Soy cristiana y hace tiempo incursione en la oración interior

Rosario dijo...

Gracias Alicia por tu comentario. Dios te bendiga