Sólo se escucha el silencio. En ocasiones, una acogedora estancia recibe al visitante. Otras veces, es un angosto hall de piedra el que, a través de un ventanuco de madera, permite mantener contacto con el interior.
Sin embargo, con independencia de su austeridad, un delicado aroma escapa por las rendijas de los muros. Es un olor dulce, apetitoso, cálido e irresistible. Su secreto se guarda desde hace siglos. No en vano, surge del interior de los conventos de clausura, aunque su disfrute está ya al alcance de todos los paladares: la repostería de los monasterios, antítesis de la bollería industrial, rescata el lujo de la artesanía más tentadora.
Los sabores de la tradición se fusionan en tartas, pastas, bizcochos y caprichos sin límite hasta alcanzar la categoría de artículos de lujo. Productos que resultan de una actividad llena de sacrificio y entrega, como mandan las exigencias de la vida eclesiástica.
Monasterio de Santa Cruz. Villaverde de Pontones (Cantabria). Enclavado en pleno paisaje norteño, sus paredes blancas contrastan con el abanico de verdes que salpican la comarca. A sus puertas se respira tranquilidad, pero a escasos metros del arco de ladrillo que sirve de recibidor, el trabajo reina desde el amanecer. Incluso en fin de semana. Varias son las labores de la congregación. Por un lado, la ardua tarea de la encuadernación. Por otro, el horno del obrador comienza a calentarse mientras las hermanas Clarisas amasan harina, azúcar y huevo que luego darán forma a jugosas magdalenas y ‘plum-cakes’, componentes básicos del desayuno en los hogares de los alrededores. Un entorno con presencia creciente en las guías de turismo rural.
«Todos nuestros productos son nacionales. Nos cuesta el doble, pero son mejores», apostilla la madre Encarnación, abadesa del monasterio, que descuida por unos instantes la atención de los fogones para atender al visitante. «La vida contemplativa nos obliga a dar calidad en nuestro trabajo», se justifica. «Y los huevos son de granja porque requieren registro sanitario» confiesa antes de derrumbar una antigua creencia. «Los que nos traen las novias para que no llueva el día de su boda no los utilizamos en repostería», descubre con cierto rubor. «Pero los usamos para nosotras en la cocina, nos vienen muy bien», agrega en compensación.
Una receta centenaria
A media mañana se intuyen ya las exquisiteces que atraen a numerosos visitantes a Villaverde en busca de suculentos postres ancestrales. Los viernes, la demanda se dispara. Es el día de los puños de San Francisco. Irresistibles capas de bizcocho rellenas de crema pastelera. Son la estrella de sus fogones, reservada para el fin de semana por su laboriosa preparación.
Pero la receta no nació en tierras cántabras, sino en un convento vizcaíno. «Tiene más de cien años de antigüedad y como las monjas de Durango están ya muy mayores, la hemos recuperado para el público», relata. Y es que por las cocinas monacales pululan varias versiones de este sabroso manjar. «Compartimos recetas con otros conventos y hasta otras congregaciones», confirma la madre abadesa. También han tomado prestada otra reliquia del talento culinario monacal: «Hemos pedido a nuestras hermanas de Vitoria la receta de las trufas, ellas son las expertas», indica revelando el paraíso originario de un postre considerado ‘la joya’ del chocolate. Sin embargo, hay varias fórmulas que los muros de Santa Cruz ocultan con recelo. La de su afamado Roscón de Reyes es una de ellas. En unas pocas semanas, la llevarán a la práctica.
«Navidad, ¡uffh!», resopla la madre Encarnación al imaginarse las duras jornadas que se avecinan. «Excepto el pan de Cádiz, ya está todo en marcha porque han empezado los encargos especiales», se resigna. Procuran que los envíos sean los mínimos, pero quien ha probado su crujiente turrón, sus esponjosas figuritas de mazapán y los delicados pasteles de gloria queda hechizado para siempre. El secreto de su tentador sabor está en el esmero de su elaboración. «En la cocina hay que mimar hasta las alubias», aconseja la religiosa. Y hay casos de especial dedicación. «Cuesta mucho hacer las figuritas, que se elaboran todas a mano, cuidando cada una de sus formas», se enorgullece.
Su labor tiene un importante premio en forma de reconocimiento: los dulces de Villaverde se pueden encontrar en la sección de artículos selectos de unos grandes almacenes y ya han recibido varias ofertas de tiendas especializadas de Alemania, Francia e Inglaterra solicitando sus productos. «Pero nosotras no somos una empresa y no queremos que haya otros intereses más allá de los religiosos», advierte la abadesa. Sin embargo, el regocijo es inevitable. «Guardo todas las cartas que nos han enviado esos comercios porque a una le dan moral», confirma, con cierto tono confidencial.
De repente, el obrador se alborota. La primera hornada del día ya está lista y humeantes pastas de mantequilla abren el apetito en el momento en que el sol alcanza su cénit. Llega la hora de la pausa, un descanso para almorzar. En la sobremesa se retomará la actividad para iniciar la elaboración de tartas, que deben solicitarse con al menos un día de antelación. Y, si es viernes, la tarde se destina a la confección de los puños.
El trabajo en los fogones se prolonga hasta que el sol se oculta y la llamada a los oficios obliga a colgar el delantal. Cuando el horno aún está caliente, un enorme portón de madera aísla el convento del exterior. De nuevo, el silencio. La noche dice adiós a los aromas y sabores de la tradición. Pero será sólo por unas horas. Y la historia se repite en cada refugio eclesiástico. Las hermanas Clarisas disfrutan de su fama particular, aunque también Dominicas y Salesas combinan las labores de costura con el don de la repostería. Un ‘pecado’ que cuenta con el beneplácito celestial.
Lugares de culto y belleza
La vida al otro lado de los gruesos muros de un convento no siempre es secreta. Algunos centros de clausura abren sus puertas a los visitantes que quieran disfrutar de la belleza de su arquitectura. El claustro del monasterio de Nuestra Señora de la Consolación, en Salamanca, es un tesoro del plateresco protegido por el Patrimonio histórico-artístico.
La vida al otro lado de los gruesos muros de un convento no siempre es secreta. Algunos centros de clausura abren sus puertas a los visitantes que quieran disfrutar de la belleza de su arquitectura. El claustro del monasterio de Nuestra Señora de la Consolación, en Salamanca, es un tesoro del plateresco protegido por el Patrimonio histórico-artístico.
Abierto al público desde 1962, se puede admirar su bella arquería en dos galerías superpuestas que rodean un jardín pentagonal. La iglesia gótica completa un conjunto monumental tan irresistible como los dulces de su obrador.
Si la ruta continúa en Valladolid, el claustro del convento de Santa Isabel es una buena muestra de los albores del gótico. Aunque su mayor riqueza artística reposa en las esculturas de Juan de Juni y Gregorio Fernández que se exponen en su iglesia. En el vecino monasterio de Santa Catalina, el gótico se salpica de decoración plateresca y renacentista en la cuidada mezcla de estilos de su claustro. Ya en el refectorio, destacan los cuadros de Diego Valentín Díaz.
Y los amantes del arte eclesiástico no pueden faltar a la obra escultórica que reúne el convento de Santa Ana de Elorrio, transformado en un coqueto museo dedicado a San Valentín de Berriotxoa, patrón de Vizcaya.
Cada vez más en auge, el turismo monacal invita a admirar los orígenes de nuestras tradiciones.
Direcciónes
Monasterio de Nta. Sra. de la Consolación (Dominicas). Pl. Concilio de Trento, s/n. Salamanca.
Convento de Santa Catalina (Dominicas). Domingo Guzmán, 6. Valladolid.
Convento de Sta. Ana (Clarisas). Elizburu Kalea, 2-4. Elorrio (Vizcaya).
Convento de San Antonio (Clarisas). Plaza General Loma, s/n. Vitoria.
Convento de San Pedro (Clarisas). Mayor, s/n. Salvatierra.
Convento de San Francisco (Carmelitas). Tenerías, 18. Calahorra.
Monasterio de Sta. Cruz (Clarisas). Villaverde de Pontones (Cantabria).
MARÍA R. ALONSO
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