lunes, 22 de febrero de 2010

Acoger a Cristo

Es preciso creer en Jesús. 
Ésta es la segunda en­señanza fundamental que nos da el Evangelio. Intentemos profundizar un poco.

¿En qué consiste acogerle?
Acogerle quiere decir dejarle penetrar en nuestra vida, en nuestra verdadera vida personal, profunda, de manera que nosotros perdamos nuestra indepen­dencia, que le entreguemos lo que tenemos de más íntimo: nuestra libertad, nuestro juicio, nuestra seguri­dad. Tenemos que comprometemos totalmente con relación a él; y esto significa dejarle penetrar en nues­tra vida, significa, por tanto, acogerle. Sería demasia­do fácil si bastara con dejarle estar a nuestro lado y di­rigimos a él solamente cuando tenemos ganas o cuando creemos tener necesidad. No; hay que ir mu­cho más lejos que esto. Hay que construir nuestra vi­da sobre él, sobre un acto de confianza total y profun­do en él.

Todo el Evangelio está construido sobre esta ba­se fundamental. Aquel que cree en el Señor obtiene todo de él: los enfermos son curados, los muertos re­sucitan, los que están en pecado salen de él, y san Juan llega incluso a decir al final de su evangelio que todo lo ha escrito para que creamos que Jesús es el Hijo de Dios.

Es decir, encontramos ahí reunidas las dos ideas fundamentales de las que hablamos ahora: primero creer, comprometernos; y seguidamente creer que él es el Hijo, es decir, el Enviado, Aquel que viene a nosotros.
Así, pues, creer en Jesús no es, en primer lugar, recitar un Credo y decir todos los artículos de la fe; yo me adhiero a ello con mi inteligencia. Esto es una fe, digamos, en un segundo estadio.
 La fe fundamental es que yo, en mi libertad humana, en mi inseguridad humana, me fío de la persona de Jesús y le digo des­de el fondo de mí mismo: "Yo cuento contigo, yo me fío de ti, tengo la certeza de que tu palabra es verda­dera, que tu persona es leal, y yo me entrego total­mente a ti".
 Si tomamos esta posición con firmeza, realmente acogemos a Jesús, le dejamos entrar en nuestra vida. Él viene a comer con nosotros. Pero, ¿cómo creer en él de verdad? No es fácil. Es arriesgar en cierto modo toda nuestra vida por un hombre. Es algo ante lo cual uno tiene miedo. Entonces, también ahí hemos de decimos que nues­tra fe no nos pertenece, no somos nosotros quienes la construimos con nuestros esfuerzos, ni con nuestra fuerza de voluntad, ni con nuestros razonamientos de inteligencia. No es porque yo diga que quiero creer o que quiero creer más por lo que efectivamente mi fe vendrá o aumentará. No es tampoco porque yo ela­bore unas teorías magníficas perfectamente verdade­ras como mi fe podrá desarrollarse: la fe es un don de Dios.
La fe, en su nacimiento, en su origen, es un don totalmente gratuito del Señor; es precisamente este encuentro de Jesús, que viene a nosotros, con nues­tro corazón. Evidentemente es preciso que nosotros le aceptemos; siempre tenemos la posibilidad de re­chazarle, pero fundamentalmente esta chispa proce­de de que Jesús llega hasta nosotros y le dejamos penetrar en nosotros. Felizmente, la mayor parte del tiempo nosotros no tenemos que hacer surgir la primera chispa de la fe. Nosotros tenemos que hacer crecer nuestra fe porque la mayoría de las dificultades que creemos ha­llar en nuestra vida espiritual proceden de falta de fe. También aquí no son nuestros esfuerzos los que au­mentarán la fe. Recordemos las palabras del padre del niño enfermo en el evangelio: "Creo, Señor, pero aumenta mi fe" (cf Mc 9, 24). Es a Jesús a quién he­mos de pedir que aumente nuestra fe, cuando tene­mos conciencia de forma bien clara que nos falta fe. Ya sea que abiertamente tengamos tentaciones con­tra la fe, ya sea que nos sintamos demasiado sumer­gidos en las tinieblas, nuestro primer movimiento de­be ser volvernos hacia el Señor para decirle que nos falta fe, pero que creemos que él puede aumentar esta fe que nos falta. Es él mismo quien nos da la capa­cidad de acogerle en la medida en que nosotros se lo pedimos con suficiente humildad y disponibilidad.

http://www.monasterioescalonias.org/reflexion-semanal/173-acoger-a-cristo.html

Interioridad

El abad Isidoro de Pelusio decía: «Vivir sin hablar es mejor que hablar sin vivir, porque una persona que vive rectamente nos ayuda con su silencio, mientras que la que habla demasiado nos aburre. No obstante, la perfección de toda filosofía consiste en que las palabras y la vida estén de acuerdo».
Vivimos en un mundo dominado por la prisa y el ruido y que no se parece en nada al desierto egipcio del siglo III de nuestra era. Nuestro mundo no tiene nada que ver con un eremitorio en lo alto de una montaña. La mayoría de nosotros estamos constantemente urgidos por agendas y fechas tope, agobiados por la gente y el ajetreo de una sociedad densa y exigente.



Vivimos en una sociedad cada vez más extravertida, solicitados por mil estímulos en todos los niveles de la vida. Las instituciones incluso planifican acontecimientos familiares para nosotros, organizan celebraciones cívicas para nosotros, diseñan planes económicos para nosotros. Nos pasamos la mayor parte de la vida satisfaciendo las exigencias sociales de unas instituciones que, paradójicamente, se supone que fueron ideadas para hacemos posible la expresión personal y que, en lugar de ello, acaban consumiéndonos.
Incluso las respuestas espirituales que damos al Dios que nos creó están determinadas en gran parte por organismos religiosos portadores en su interior de las tradiciones propias de la denominación religiosa de la que proceden. Pero el contemplativo sabe que los ritos no bastan para alimentar la vida divina en su interior, sino que, en el mejor de los casos, son elementos accesorios de la religión. La espiritualidad no es el sistema que seguimos; es la búsqueda personal de lo divino en nuestro interior.
La interioridad, la construcción de un espacio interior para el cultivo de la vida divina, pertenece a la esencia de la contemplación. Interioridad es adentrarse en uno mismo para estar con Dios. Mi vida interior es un paseo en la oscuridad con el Dios que nos habita y nos lleva, más allá de nosotros mismos, a ser recipientes de la vida divina derramada sobre el mundo.
Entrar en nosotros, descubrir las razones que nos mueven, los sentimientos que nos bloquean, los deseos que nos distraen, los venenos que infectan nuestras almas…: todo ello nos conduce a la claridad que es Dios. Descubrimos los estratos del yo. Afrontamos el miedo, el egocentrismo, las ambiciones y adicciones que se alzan entre nosotros mismos y el compromiso con la presencia de Dios. Detectamos aquellas partes de nosotros mismos que están demasiado fatigada, demasiado desinteresadas, demasiado distraídas para hacer el esfuerzo de alimentar la vida espiritual. Hacemos sitio a la reflexión. Nos recordamos a nosotros mismos en qué consiste realmente la vida. Buscamos la sustancia de nuestras almas.
Ninguna vida puede permitirse el lujo de estar demasiado atareada para cerrar regularmente las puertas al caos: veinte minutos al día, dos horas a la semana, una mañana al mes… De lo contrario, y en medio de una larga y solitaria noche en la que la vida entera parece estar desorientada, descubrimos que en algún punto a lo largo del camino perdimos la visión de nosotros mismos, nos convertimos en juguetes del torbellino de la sociedad y, hasta que descendió sobre nosotros la oscuridad psíquica, ni siquiera nos dimos cuenta de que nos había ocurrido a nosotros.
El contemplativo se examina tanto a sí mismo como a Dios, de modo que Dios puede invadir cada uno de los aspectos de la vida. Somos una sociedad aislada. Estamos rodeados de ruidos, inundados de palabras y agobiados por la sensación de impotencia. Y, frustrados por todo ello, sufrimos verdaderos ataques de desánimo. El contemplativo se niega a consentir que el ruido que nos aturde nos haga sordos a nuestra pequeñez o ciegos a nuestra propia gloria.
La interioridad es la práctica del diálogo con el Dios que habita en nuestros corazones. Es también la práctica de la tranquila espera de que la plenitud de Dios llene nuestro vacío. Dios espera que busquemos la Vida que da sentido a todas las pequeñas muertes que nos consumen día a día. La interioridad nos hace ser conscientes de la Vida que sostiene nuestra vida.
El cultivo de la vida interior hace real la religión. La contemplación no tiene nada que ver con ir al templo, aunque el templo debe ciertamente alimentar la vida contemplativa. La contemplación consiste en encontrar al Dios que llevamos dentro, en crear un espacio sagrado en un corazón saturado de reclamos publicitarios y promociones, de envidias y ambiciones, para que el Dios cuyo espíritu respiramos pueda vivir plenamente en nosotros.
Para ser contemplativos es preciso dedicar cada día algún tiempo a acallar la violenta voz interior que ahoga la voz de Dios en nosotros. Cuando el corazón es libre para dar volumen a la llamada de Dios que llena cada minuto, las cadenas se rompen, y el espíritu se encuentra a gusto en cualquier punto del universo. Entonces nuestro psiquismo sana, y nuestra vida se plenifica.
El hecho es que Dios no está más allá de nosotros, sino en nuestro interior, y tenemos que entrar en nosotros mismos para alimentar el Aliento que sostiene nuestros espíritus.
LA VIDA ILUMINADA”. Joan Chittister, OSB

sábado, 20 de febrero de 2010

Monasterios y Conventos de España

Dentro de la web de Arte Guías, encontramos este apartado:  http://www.arteguias.com/monasteriosespana.htm,
 que incluye los numerosos monasterios y conventos medievales dispersos por España. 
Hermosos lugares llenos de espiritualidad, arte y silencio.
Los monasterios y conventos se desglosan por Comunidades Autónomas. 
Para acceder hay que pinchar sobre el mapa de la Comunidad que quiere ser consultada.


Las monjas de clausura son levadura en la masa


Dos son las propiedades de la levadura: Primero, tener fuerza para transformar la masa; segundo, estar envuelta en la masa. Si la levadura se desvirtúa, por muy masificada que esté no influirá en la masa. Jesús dice esto mismo de la sal. Si pierde su sabor, ¿para qué sirve? (Mt 5,13; 13,33).
    Las monjas de clausura están con toda realidad envueltas en la masa humana y cristiana, lo mismo que las activas. Lo que a unas y a otras les da el ser levadura no es el contacto corporal y la actividad asistencial, sino el amor de Dios y del prójimo con que realizan esa beneficencia, del tipo que sea. La oración y el sacrificio es el modo fundamental  de vivir este amor, única fuente de energía transformadora de los hombres en hijos de Dios. Y esta energía es común a la vida activa y contemplativa. Las religiosas de vida activa tienen el peligro de quedarse en la labor externa y olvidar el espíritu que le da valor.
    La misión de las contemplativas es exaltar ante los hombres, con su dedicación total, estos valores del espíritu, pues las activas, con todas sus obras de beneficencia, por extraordinarias que fuesen y por muy apreciadas de los hombres, no podrían hacer un cristiano ni suscitar un pensamiento merecedor de la vida eterna ni merecedor de la gracia de Dios. La oración y el sacrificio son como las obras de beneficencia, medios para alcanzar estas gracias, pero también un pagano puede hacer bien a los hombres, mientras que la oración unida al sacrificio es un signo inconfundible de la presencia y actuación de Cristo.
    Diríamos que las religiosas de clausura son como un sacramento o signo de oración y penitencia, como un Sinaí en medio del pueblo de Dios peregrinante, donde se tratan sus asuntos para conquistar la tierra de promisión.
    De hecho no está más presente en la masa en calidad de levadura el que más se adapta a las propiedades de la masa, sino quien más se preocupa de sus problemas, los siente más y con mayor generosidad se sacrifica por solucionarlos; es decir, quien más los saca de su masificación. Por tanto, son precisas las diferencias entre masa y levadura; de lo contrario todo se convertiría en masa.
    Cristo crucificado y muerto, sólo y despreciado, es el gran signo redentor, el menos comprendido y valorado. Al contrario, cuando dio comida a cinco mil quisieron aclamarlo por rey (Jn 6,15). ¿Un convento de clausura no se parece mucho a un calvario?

BIEN QUE HACEN A LA HUMANIDAD

    Los valores sociales, visibles y apreciables de las religiosas de clausura para las personas reflexivas, sensatas y con un minimum de fe, mirándolas sin animosidad ninguna, son éstas:
    Primero, la vida de familia que mantienen días y años, como las abejas de una colmena labrando la miel de su unión con Dios y de holocausto a favor de los hombres, sin traslados y salidas, sin vacaciones, viendo siempre las mismas caras y tratando los mismos caracteres, es un ejemplo para las comunidades humanas, matrimonio y familia, grupos de recreo y de trabajo, ante las frecuentes evasiones del propio ambiente y excesivos cambios de posturas.
    Segundo, el trabajo y la pobreza. Trabajan sin egoísmo, no para enriquecerse sino para cumplir la ley del Señor. Sin apetencias de vestidos ni bienes de fortuna, sin vanidades ni comodidades de las que esta sociedad de consumo está llena.
    Tercero, un detalle mal mirado: las rejas y la clausura. Las rejas actualmente son un símbolo, no de apartamiento, sino de los ruidos que les impedirían la contemplación. La reja no coarta su libertad, sino que las tienen para que las noticias y preocupaciones anecdóticas del mundo no entorpezcan su recogimiento, silencio y trabajo. Es un lenguaje explícito para quienes las visitan, como si dijera: Vivimos para el trato con Dios en provecho vuestro; si de este lenguaje queréis participar, enhorabuena; si no, no nos distraigáis. “Y viviendo esta dedicación ardua, pero no dura -les dice Pablo VI-, sois felices, ¿no es verdad? Nada más agradable, ni más sencillo, ni más bello. No sólo se os concede un puesto en la Iglesia católica, sino una función, como dice el Concilio, no estáis separadas de la gran comunión de la familia de Cristo, estáis especializadas, y vuestra especialidad es hoy, no menos que ayer, providencial y edificante para toda la Iglesia; más aún, para toda la sociedad". (28/10 ).
    Cuarto: lo sepan los hombres o no, es un beneficio insuperable para ellos la dedicación total de estas vírgenes cristianas a la oración y la penitencia por su salvación y perfección, “pues ofrecen a Dios un excelente sacrificio de alabanza y honran al pueblo de Dios con copiosos frutos de santidad y lo mueven con el ejemplo, como también lo acrecientan con una misteriosa fecundidad apostólica. Por ello son gloria para la Iglesia y fuente de gracias celestiales” (Perfectae Caritatis 7). Los que tenemos fe hagámonos esta pregunta y respondamos: ¿Quién gano la batalla contra Amalec, Josué con la espada o Moisés en el monte? ¿Quién venció a Goliat, la honda de David o su confianza en Dios?

http://www.padrediego.org/Escritos/EH/12.htm

viernes, 19 de febrero de 2010

Monasterios: Contemplar el misterio de Cristo y ser espejo de la Trinidad en medio del mundo

Sor María Victoria Triviño es una monja clarisa del Convento de
 Santa Clara, en Balaguer (Lérida-España). Teóloga, experta en franciscanismo y estudios clareanos, ha publicado 36 obras y muchos temas dispersos en revistas de diverso nivel cultural y religioso. Ha impartido cursos, seminarios y conferencias en diversos países de Europa, América y África, preferentemente sobre espiritualidad de Santa Clara y otras escritoras o místicas franciscanas. Su último libro es “La Palabra en odres nuevos. Presencia y latido” como aportación al deseo despertado por el Sínodo de la Palabra.

Sor María Victoria conversó con nosotros sobre la actualidad de la vida contemplativa en este tiempo en que la vida moderna –tan llena de prisas y superficialidad–, al parecer, nos ha robado la paz y la capacidad de entrar en relación profunda con nosotros mismos, con los otros y con Dios.

¿A qué se debe que los hombres y las mujeres de hoy tendamos a una vida más superficial, sin sentido de trascendencia?

Hoy se vive un fenómeno despersonalizador que, arrastrado por el materialismo, favorece la expansión de la pérdida de valores; es, en gran parte, la globalización. Lo que se ofreció como espíritu grupal, resulta ser en la realidad una red barredera, el camino hacia la masificación.

Sin embargo cada vez hay más personas que comienzan a preguntarse por el sentido de la vida, buscan la vuelta a la naturaleza, la vida sobria y el silencio. Por lo menos lo intentan los fines de semana.

Entonces, paradójicamente, ¿hay un retorno a “lo espiritual”?


Para nosotros, los cristianos, el sentido de la vida es sagrado cuando entramos en la obediencia de fe a Dios Padre, en el Hijo y por la iluminación del Espíritu Santo. Cada paso se inscribe en el plan de Dios como acto de confianza amorosa por nuestra parte. Como la Santa Virgen: “Hágase en mí según tu palabra”.

¿Cómo confronta la vida contemplativa esta tendencia del mundo contemporáneo?

La vida contemplativa –al igual que las otras formas de vida religiosa y la misma vida cristiana– está comprometida en un proceso de poda y renovación. No vale ir tirando del carro de la costumbre. Es preciso revisar y afianzar los cimientos. En nuestro caso, mirar de vivir con toda la fuerza de fidelidad las claves dadas por la madre santa Clara: el primado de Dios, pobreza y testimonio de unidad en el amor.

Los tiempos de Francisco y Clara de Asís no fueron mejores. También ellos estaban inmersos en la profunda transformación de un cambio de siglo. Lo que hicieron con todo fervor, movidos por “el Espíritu del Señor y su santa operación”, dio mucho fruto.

Creo que basta vivir intensamente nuestra propia forma de vida en las coordenadas de nuestro tiempo, y hallar ¡eso sí! el lenguaje para hacerla comprensible a nuestros contemporáneos. Las contemplativas debemos tener una profunda experiencia de Dios. Conocer la Palabra de Dios y haber experimentado la obediencia de fe, como la Santa Virgen.

El convento donde usted vive es buscado por mucha gente ¿qué les llama la atención a los visitantes?¿qué buscan?

Estamos en el Santuario del Santo Cristo de Balaguer (Lérida). Es un lugar de fe muy especial donde se toca la misericordia y compasión del Señor. Todo el día hay personas que visitan el templo y oran al Señor.

Nosotras preparamos la Liturgia de cada día, cuidando de que sea bella, apacible, gozosa. Tenemos un tiempo de adoración al Santísimo en el Santuario. Escribimos un Boletín. Algunas veces hacemos un acto religioso cuando vienen peregrinos.

Hay personas que vienen a visitarnos buscando pasar un momento especial y parece que no quedan defraudados. Lo que más les llama la atención es nuestra alegría permanente y la paz que perciben en el ambiente. Les gusta nuestra apertura para comprender sus caminos y anhelos. Les agrada el respeto con que podemos escucharles y también la seguridad para dar razón de nuestra fe y forma de vida. Procuramos terminar siempre con un momento de oración. Y como no siempre son personas creyentes o practicantes, oramos con danza religiosa pidiendo la efusión del Espíritu que renueva la faz de la tierra.

Suelen quedar muy conmovidos, y confiesan haber comprendido “Algo” que antes nadie les supo transmitir. Es decir, que buscaban experimentar la Presencia de Dios, la proximidad de su Belleza, de su Verdad, de su Amor.

¿Cómo podemos los cristianos de estos tiempos, inmersos en esta dinámica de ajetreo y superficialidad, apropiarnos y vivir los valores que entraña la vida contemplativa?

Viendo con sus ojos. La vida contemplativa desarrolla, o debe desarrollar en grado elevado, las virtudes teologales de fe vivísima, esperanza cierta y amor seráfico. Por eso es importante, por nuestra parte, actualizar el lenguaje para hacer comprensible nuestra experiencia de Dios a las gentes de nuestro tiempo.

Creo que la vida contemplativa debe mantener celosamente su espacio, esa distancia sacral que la guarda y protege, pero debe hacerse visible. Sobre todo en la Liturgia, como un lugar privilegiado para dar testimonio de fe y reverencia ante la Presencia del Santo.

El trato de las clarisas, y en general la familia franciscana, es sencillo y amable. Ahora bien, en la Liturgia, las contemplativas no podemos permitirnos jamás nada vulgar ni mediocre. Quien nos ve debe desear contemplar la Gloria de Dios que envuelve nuestra vida. El perfume del Resucitado debe percibirse en nosotras, y… “A su perfume revivirán los muertos” decía santa Clara.

Usted, que tiene 50 años en la vida contemplativa ¿qué riquezas encuentra en ella?

La vida clarisa me ha dado mucho más de lo que yo le pedí y, “el ciento por uno, con persecuciones”, ¡claro!, como promete el Evangelio. La espiritualidad de Santa Clara es la más bella que conozco, conduce suavemente hacia la cumbre de la mística. Consiste en adherirse a la Virgen para contemplar el Misterio de Cristo, y ser espejo de la Trinidad como hija, madre y esposa. Da un sentido tan pleno y sagrado a la vida, que colma de gozo y ninguna dificultad resulta penosa. Estoy muy agradecida al Señor por haberme trazado este camino, y agradecida también a las hermanas y hermanos de esta inmensa familia franciscana.

http://gillher.wordpress.com/2010/02/08/monasterios-contemplar-el-misterio-de-cristo-y-ser-espejo-de-la-trinidad-en-medio-del-mundo/