Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los fieles han intuido la radiante belleza de «María, ensalzada por gracia de Dios después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, […] a cuyo amparo los fieles suplicantes se acogen en todos los peligros y necesidades» (LG VIII, 66).
El Rosario es una de las prácticas más antiguas y más bellas de la piedad popular. Bello es su nombre, bello su origen, bella la oración en sí, bella la forma, bello el esplendor… ¿Habrá algún espacio del Rosario que carezca de belleza? Pero sobre todo es bello, insuperablemente bello, el término «ad quem», la persona a la que van dirigidas las plegarias: ella es María, la Santa Madre de Dios.
Decía Pablo VI: «Oración evangélica es, por tanto, el Rosario, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo los pastores y los estudiosos» (Marialis Cultus).
El nombre de Rosario, nos sugiere la belleza de una tierna flor que dio origen al color más romántico de la escala cromática: el color rosa; y a un perfume de evocaciones celestes: el olor a rosas.
La relación del Rosario con las rosas se debe a la leyenda del dominico Alan de Rupe, del siglo XV. En sus predicaciones, el P. Rupe nos narra una aparición de la Santísima Virgen a Santo Domingo mostrándole una hermosa guirnalda de rosas con un mensaje: enseñar a las gentes sencillas a rezar aquellas oraciones que, en alusión a la guirnalda de rosas, se conocería con el nombre de Santo Rosario.
Los orígenes de esta plegaria, se remontan a una iniciativa de los monasterios medievales donde los monjes que no sabían leer, al no poder seguir los salmos, tampoco se incorporaban a los oficios corales. La solución fue unirse a la oración con la repetición de Padrenuestros. Con este motivo, en Inglaterra aparece un gremio dedicado a elaborar un instrumento para contar el número de oraciones; y este artilugio, sencillo y continuado, da lugar a lo que hoy llamamos las cuentas del Rosario. Su uso, coincide con la incorporación y medición del número de las «salutaciones angélicas» (primera parte del Ave María) agregadas a cada Padrenuestro.
En pleno siglo XVI, a los Padrenuestros y Avemarías (con el complemento del Santa María) del Rosario, se les añade la contemplación de los pasajes evangélicos, los misterios, que reafirman su belleza teológica. El papa S. Pío V promueve y establece definitivamente, en una bula papal, el rezo del Santo Rosario tal como nosotros lo conocimos: con sus misterios Gozosos, Dolorosos y Gloriosos a los que Juan Pablo II incorporó los misterios Luminosos. Y con esta acción contemplativa, eminentemente estética, el Rosario se convierte en una oración de ritmo reiterativo, pausado y reflexivo.
Las gentes de los lugares cercanos a los monasterios encontraron, en estas formas paralelas a los oficios monacales, el modo de incorporarse a la liturgia coral convirtiendo el rezo del Rosario en una advocación mariana de religiosidad popular. La sencillez, el ritmo y la eficacia de la plegaria se convirtió en un medio extraordinario de seducción de masas. Así se explica el éxito del rezo del Rosario, cuyas ciento cincuenta avemarías reproducen los ciento cincuenta salmos del salterio litúrgico. A esta devoción mariana se unió el rezo del «Ángelus» que correspondía a las demás horas canónicas.
En los monasterios (igual que en las catedrales), los horarios de coro se anunciaban con un toque de campanas para recordar los tiempos de la oración. De este modo, la misma fe y la misma devoción unía al monje y al pueblo en un bello y fervoroso canto de alabanza que, por Cristo, con él y en él, conduce, en el Espíritu, a Dios Padre creador..
Cada uno de los misterios, en particular, embellece el ritmo del Rosario y «con él ―dice Juan Pablo II―, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor» (Rosarium Virginis Mariae). En una visión de conjunto, comenta Pablo VI, «el Rosario considera, en armónica sucesión, los principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en Cristo [..] El Rosario -termina diciendo- es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libremente atraído a rezarlo en serena tranquilidad por la intrínseca belleza del mismo» (Marialis Cultus).
Después de estas hermosas palabras de Juan Pablo II y Pablo VI, por las que nos invitan a aprender de nuestra Santísima Madre «a contemplar la belleza del rostro de Cristo», permitidme que termine con la misma pregunta inicial: ¿Habrá algún espacio del Rosario donde esté ausente la belleza?
P. Jesús Casás Otero, sacerdote
No hay comentarios:
Publicar un comentario