L’OSSERVATORE ROMANO, 15 de marzo de 1995
1. La vida consagrada femenina ocupa un lugar muy importante en la Iglesia. Basta pensar en la profunda influencia de la vida contemplativa y de la oración de las religiosas, en el trabajo que realizan en el campo escolar y hospitalario, en la colaboración que prestan a la vida de las parroquias en numerosos lugares, en los importantes servicios que aseguran a nivel diocesano o inter diocesano, y en las tareas cualificadas que desempeñan cada vez más en el ámbito de la Santa Sede.
Recordemos, además, que en algunas naciones el anuncio evangélico, la actividad catequística y la misma administración del bautismo se confían en buena parte a las religiosas, que tienen un contacto directo con la gente en las escuelas y con las familias. No hay que olvidar tampoco a las otras mujeres que, según diversas formas de consagración individual y de comunión eclesial, viven en la oblación a Cristo y al servicio de su reino en la Iglesia, como sucede hoy con el orden de las vírgenes, en el que se entra mediante la consagración especial a Dios en manos del obispo diocesano (cf. Código de derecho canónico, c. 604).
2. Bendita sea esta variada multitud de siervas del Señor que prolongan y renuevan, a lo largo de los siglos, la hermosísima experiencia de las mujeres que seguían Cristo y lo servían junto con sus discípulos (cf. Lc 8, 1-3). Ellas, al igual que los Apóstoles, habían experimentado la fuerza conquistadora de la palabra y de la caridad del Maestro divino, y se habían puesto a ayudarlo y a servir como podían durante sus itinerarios de misión. El evangelio nos revela el agrado de Jesús, que no podía menos de apreciar esas manifestaciones de generosidad y delicadeza, características de la psicología femenina, pero inspiradas en la fe en su persona, que no tenía una explicación simplemente humana. Es significativo el ejemplo de María Magdalena, discípula fiel y ministra de Cristo durante su vida, y después testigo y -casi se puede decir- primera mensajera de su resurrección (cf. Jn 20, 17-18).
3. No se puede excluir que en ese movimiento de adhesión sincera y fiel se reflejara, de forma sublimada, el sentimíento de entrega total que lleva a la mujer al matrimonio y, más aún, en el nivel del amor sobrenatural, a la consagración virginal a Cristo, como he escrito en la Mulieris dignitatem (cf. n. 20).
En ese seguimiento de Cristo, traducido en servicio, podemos descubrir también el otro sentimiento femenino de la oblación de sí, que la Virgen María expresó tan bien al término de su coloquio con el ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Es una expresión de fe y de amor, que se concreta en la obediencia a la llamada divina, al servicio de Dios y de los hermanos. Así sucedió con María, con las mujeres que seguían a Jesús y con todas las que, imitándolas, lo seguirían a lo largo de los siglos.
La mística esponsal aparece hoy más débil en las jóvenes aspirantes a la vida religiosa porque ni la mentalidad común ni la escuela ni las lecturas favorecen ese sentimiento. Además, son conocidas algunas figuras de santas que han encontrado y seguido otros hilos conductores en su relación de consagración a Dios: como el servicio a la venida de su reino, la entrega de sí a él para servirlo en sus hermanos pobres, el sentido vivo de su soberanía («Señor mío y Dios mío», cf. Jn 20, 28), la identificación en la oblación eucarística, la filiación en la Iglesia, la vocación a las obras de misericordia, el deseo de ser las más pequenas o las últimas en la comunidad cristiana, o ser el corazón de la Iglesia, o en supropio espíritu ofrecer un pequeño templo a la santísima Trinidad. Estos son algunos de los letit-motiv de vidas conquistadas --como la de san Pablo y, sobre todo, la de María-- por Cristo Jesús (cf. Flp 3, 12).
Además, se puede destacar con provecho para todas las religiosas el valor de la participación en la condición de «Siervo del Señor» (cf. Is 41, 9; 42, 1; 49, 3; FIp 2, 7, etc.), propia de Cristo sacerdote y hostia. El servicio que Jesús vino a realizar, entregando su vida «como rescate por muchos» (Mt 20, 28), es un ejemplo que hay que imitar y una participación redentora que hay que actuar en el «servicio» fraterno (cf. Mt 20, 25-27). Esto no excluye, sino que, por el contrario, implica una realización especial del carácter esponsal de la Iglesia en la unión con Cristo y en la aplicación continua al mundo de los frutos de la redención llevada a cabo con el sacerdocio de la cruz.
4. Según el Concilio, el misterio de la unión esponsal de la Iglesia con Cristo se representa en toda vida consagrada (cf. Lumen gentiurn, 44), sobre todo mediante la profesión del consejo evangélico de la castidad (cf. Perfectae caritaris, 12). Sin embargo, es comprensible que esa representación se haya visto realizada especialmente en la mujer consagrada, a la que se atribuye a menudo, incluso en textos litúrgicos, el título de sponsa Christi. Es verdad que Tertuliano aplicaba la imagen de las bodas con Dios indistintamente a hombres y mujeres cuando escribía: «Cuántos hombres y mujeres, en los órdenes de la Iglesia, apelando a la continencia, han preferido casarse con Dios ... » (De exhort. cast., 13. PL 2, 930 A; CC 2, 1.035, 35-39), pero no se puede negar que el alma femenina es particularmente capaz de vivir el matrimonio rnístico con Cristo y, por tanto, de reproducir en sí el rostro y el corazón de la Iglesia. Por eso, en el rito de la profesión de las religiosas, y de las vírgenes seglares consagradas, el canto o la recitación de la antífona: Ven¡, sponsa Christi... llena su de intensa emoción, envolviendo a las interesadas y a toda la asamblea en un ámbito místico.
5. En la lógica de la unión con Cristo, ya sea como sacerdote ya como esposo, se desarrolla en la mujer también el sentido de la maternidad espiritual. La virginidad --o castidad evangélica-- implica una renuncia a la maternidad fisica, pero para traducirse, según el designio divino, en una maternidad de orden superior, sobre la que brilla la luz de la maternidad de la Virgen María. Toda virginidad consagrada está destinada a recibir del Señor un don que, en cierta medida, reproduce las características de la universalidad y de la fecundidad espiritual de la matemídad de María.
Esto se aprecia en la obra que han llevado a cabo numerosas mujeres consagradas para educar a la juventud en la fe. Es sabido que muchas congregaciones femeninas han sido fundadas y han creado numerosas escuelas, con el fin de impartir esa educación, para la cual, especialmente cuando se trata de niños, las cualidades de la mujer son valiosas e insustituibles. Eso se aprecia, además, en las numerosas obras de caridad y asistencia en favor de los pobres, los enfermos, los minusválidos, los abandonados, especialmente los niños y las niñas a quienes, en otros tiempos, se llamaba desamparados: en todos esos casos se han visto comprometidos los tesoros de entrega y compasión del corazón femenino. Y, por último, se aprecia en las varias formas de cooperación con los servicios de las parroquias y de las obras católicas, donde se han ido revelando cada vez mejor las aptitudes de la mujer para colaborar en el ministerio pastoral.
6. Pero entre todos los valores presentes en la vida consagrada femenina, es preciso otorgar siempre el primer lugar a la oración. Se trata de la principal forma de actuación y de expresión de la intimidad con el Esposo divino. Todas las religiosas están llamadas a ser mujeres de oración, mujeres de piedad, mujeres de vida interior, de vida de oración. Aunque el testimonio de esta vocación es más evidente en los institutos de vida contemplativa, aparece también en los institutos de vida activa, que salvaguardan con atención los tiempos de oración y de contemplación correspondientes a la necesidad y a las exigencias de las almas consagradas, así como a las mismas indicaciones evangélicas. Jesús, que recomendaba la oración a todos sus discípulos, quiso destacar el valor de la vida de oración y de contemplación con el ejemplo de una mujer, María de Betania, a quien alabó por haber elegido «la parte mejor(Lc 10, 42): escuchar la palabra divina, asimilarla y hacer de ella un secreto de vida, ¿No era ésta una luz encendida para toda la aportación futura de la mujer a la vida de oración de la Iglesia?
Por otra parte, en la oración asidua reside también el secreto de la perseverancia en ese compromiso de fidelidad a Cristo, que ha de ser ejemplar para todos en la Iglesia. Este testimonio puro de un amor que no vacila puede ser de gran ayuda para las otras mujeres en las situaciones de crisis que, también desde este punto de vista, afectan a nuestra sociedad. Formulamos votos y oramos para que muchas mujeres consagradas, teniendo en sí el corazón de esposas de Cristo y manifestándolo en la vida, ayuden también a revelar y a hacer comprender mejor a todos la fidelidad de la Iglesia en su uni6n con Cristo, su Esposo: fidelidad en la verdad, en la caridad y en el anhelo de una salvación universal.
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