La Jornada Mundial de la Vida Consagrada llama un año más a nuestras puertas. Juan Pablo II instituyó esta celebración en 1997 y la confió a la protección maternal de María. Lo hizo con una triple intención. Primeramente, para “dar gracias a Dios por el don de la vida consagrada” en la Iglesia. En segundo lugar, para “ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más” el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo así y promover en el pueblo de Dios “el conocimiento y la estima” de esta forma de vida. Y, en tercer lugar, para que las personas consagradas celebren este día como una “ocasión propicia para renovar el compromiso de su consagración”. ¡Cuánto amó Juan Pablo II a la vida Consagrada!
No quisiera ser autocomplaciente ni arrogante ante esta celebración que los consagrados vivimos con alegría. La vida consagrada no puede dejar nunca de vivir con una tensión permanente su propia conversión. No somos ángeles. No somos tan santos como lo que estamos llamados a ser. Confesamos nuestra debilidad y nuestro pecado. Con todo, ahí estamos, desde hace más de dos mil años, fieles a la Iglesia y al Evangelio del que nos gustaría ser, cada día más, una “exégesis viviente” (Benedicto XVI). Intentamos vivir ese ideal lo mejor que sabemos y podemos. Al calor de la Palabra, con la gracia de Dios y el aliento de aquellos que nos estiman y nos quieren alcanzaremos, sin duda, cotas mayores de santidad. Disculpadme si se me desliza un poco de orgullo (me gustaría que éste fuera sano) al mirar esta historia viva de fidelidad que sigue dando tan buenos frutos de santidad al mundo y a la Iglesia.
Amar la vida consagrada es amar a la Iglesia. Y viceversa. Así nos lo ha enseñado la historia vivida y la tradición. Por eso, a veces nos quejamos de quienes parecen no estimar y no conocer la vida consagrada. De aquellos que viven siempre mirándola con el cristal oscuro, haciéndola de menos, fijándose siempre más en sus defectos (¡los tiene bien grandes!) que en sus virtudes. De aquellos que están siempre prontos para corregirla (casi nunca fraternalmente) o para querer domesticarla y cuentan sus bajas regodeándose, viéndolas como si fuera la prueba de su fracaso. Quizá no haya malicia. Esta falta de estima, en el fondo, no es otra cosa que una gran falta de fe.
Cuando se habla de secularización interna de la Iglesia, yo les miro a ellos, a los que creen que somos nosotros y no Él quien construye la casa. Rezo por aquellos que creen encontrar en otros (¡quizá de última hora!) soluciones de via rápida a todos los males de la institución eclesial o de la evangelización saltándose con cuatro comentarios o juicios sumarios, desencarnados y sin perspectiva, el respeto debido a quienes peinan canas por amor a la Iglesia y al Dios de Jesús; a aquellos que portan en su cuerpo las marcas de Jesús. ¡Pobres de aquellos que creen que la Iglesia y su misión dependen más de sus miembros que del Señor de la historia!
Cualquiera que mire desapasionadamente la vida consagrada cae en la cuenta de algo evidente: su presencia y su mera existencia durante tantos siglos es su mejor carta de presentación, su más evidente justificación. No necesita otra. Es una verdad patente y objetiva: ahí hemos estado, seguimos y, si Dios quiere, seguiremos transmitiendo esperanza y siendo un signo de la trascendencia que habita el mundo. Un signo humilde de la presencia de Dios entre los hombres. Somos –alguien lo ha dicho–, como aquellos que esperan, de pie, en la parada del autobús. Nuestra presencia hace innecesaria la pregunta. Todos intuyen que si estamos ahí de pie es porque el autobús pasará. Somos, pues, un signo –quizá frágil, pequeño e imperfecto– de que Dios está entre nosotros y es capaz de dar sentido a la vida humana. Un signo de esperanza en un mundo en el que la crisis atenaza y acongoja el corazón humano. No temáis –decimos al mundo– el autobús llegará. El Señor cumplirá sus promesas.
En medio de una sociedad cada vez más secularizada, nuestra vida y nuestro compromiso vital significan una apuesta clara y sin equívocos por la fidelidad a Dios y a la humanidad. La Iglesia lo sabe y por eso quiere celebrarlo. Juan Pablo II al instituir esta jornada tomó las mismas palabras que Santa Teresa: “¿Qué sería del mundo sin los religiosos?”. Me gustaría poder decir que sin ellos, en el mundo habría menos luz. Quisiera creerlo así. Me siento feliz de renovar mi compromiso porque esto sea así. Aun con temor y temblor, me atrevo a decir con todos y todas las personas consagradas del mundo que la vida consagrada –esta extraña pero entrañable forma de vida en la Iglesia– siente una vivísima pasión por Cristo y por la humanidad.
Fernando Prado, cmf - masdecerca.com
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