miércoles, 20 de abril de 2011

Overbooking en el convento

Pese a la crisis de vocaciones, dos monasterios burgaleses cuentan con un tercio de las monjas de clausura de toda España. Y otras 40 están en lista de espera para entrar.


Todo empezó el 23 de febrero de 2001. Era una de esas noches de carnaval donde se vaga sin sentido, donde se palpa el vacío sin saber quién eres. Allí me rescató Él”. Gloria Marín tenía 30 años y ese día lo decidió. Sería monja de clausura. Sor Clara Inés. Durante toda su vida. Hoy 188 mujeres pueblan dos monasterios burgaleses: Nuestra Señora de la Ascensión, en Lerma, y San Pedro Regalado, en La Aguilera. La mitad de ellas lleva allí menos de tres años y supone el tercio de todas las novicias que hay en España. Más de 40 esperan ansiosas poder entrar. Casi todas son universitarias; la mayoría, de familias adineradas; muchas tenían trabajo y pareja antes de abandonarlo todo. Sólo hay cuatro extranjeras. Y su media de edad es la misma que Gloria tenía aquella noche, 30. 

Enero de 1984. María José Berzosa sale con 18 años de su vieja casa de piedra en el corazón de Aranda de Duero (Burgos) camino de un frío convento en Lerma que, como casi todos, moría. Sólo vivían una veintena de hermanas. La anterior novicia había entrado hacía más de dos décadas. La más joven tenía 40. Ella era “una chica normal, alegre, que alternaba como cualquiera de su edad”, recuerda su tío Abel. Pero llegó para revolucionar el convento. Veinticinco años después serían tantas mojas que tendrían que repartirse entre éste y un nuevo monasterio en La Aguilera. Un boom vocacional convertido hace cuatro meses en una nueva congregación religiosa. Dejaron de ser clarisas para tener nombre propio: Iesu Communio (Comunión de Cristo), y con él, una gran independencia. Por encima de ellas, sólo el Papa, y no su diócesis, como suele ocurrir. Pasaban de una clausura estricta a una más abierta con un claro fin: la evangelización de los jóvenes. Y María José, sor Verónica, con 45 años, se convertía en su fundadora. “Es algo muy grande, a nivel europeo, que todavía no podemos ni vislumbrar”, augura Andrés Vicario al acabar su sermón en la parroquia de Santa María, a escasos 100 metros de la casa de piedra de la que un día salió una adolescente a la que ya todos llaman madre.

Cuatro estufas calientan al caer la noche el interior de la iglesia de San Pedro de Lerma (2.800 habitantes). Los primeros bancos están ocupados por 16 veinteañeras. El resto de monjas de Iesu Communio vive desde hace un par de años en La Aguilera (300 habitantes). Se van alternando. Recorren los 37 km que separan ambos monasterios en furgonetas o en sus propios coches (“muchos Mercedes y BMW”, comentan los que las han visto). Ahora permanecen arrodilladas, retorcidas, con la cabeza rozando sus muslos. Con las manos tapando sus ojos. Susurran una y otra vez un estribillo que acompaña las palabras del cura. Un pañuelo azul celeste oculta su pelo. Un amplio hábito de tela vaquera, ceñido por un grueso cordón blanco, sus cuerpos. En los pies calzan sandalias. Es una de las cinco horas diarias que dedican a rezar. Uno de los pocos momentos en que los lermenses pueden observarlas. “Sólo las vemos mientras votan en elecciones, en el ambulatorio o en la estación de autobuses –explica en su despacho el alcalde, José Barrasa (PP)–. Y siempre sonrientes, tan felices... Te embelesan. Si fuera mujer incluso me plantearía ingresar en su convento”. 

Lo dice de verdad. Es esa felicidad lo primero que destacan quienes las conocen. Y la que ha ido atrapando a cada una de ellas. “Es asombroso. Lo tenían todo en la vida: dinero, inteligencia y muchas, belleza. No son las desechadas, como antes llamábamos a las monjas. Éstas son joyas”. Actualmente entra como mínimo una al mes. Mientras, muchos conventos españoles desaparecen. Sólo entre 1998 y 2004 lo hicieron 25 femeninos (pasaron de 920 a 895) según los datos más actualizados que maneja la Conferencia Episcopal. En 2005 había 54.160 monjas profesas, 4.031 menos que cuatro años antes.

De universitaria a monja. 
“Estaba desubicada, tenía un gran lío en la cabeza”. Blanca, 20 años, estudiante de Economía en Madrid, recuerda frente a una taza de té cómo su mejor amiga comenzó a hacerse muchas preguntas. Poco a poco fue reforzando su relación con la Iglesia a través de un grupo cristiano, Camino Neocatecumenal, y de las actividades organizadas en la parroquia de su barrio, San Juan Evangelista, en Torrejón de Ardoz (Madrid). Y así, ampliando su grupo de amigos con fe. Proceso calcado al que describen muchas personas cercanas a estas jóvenes. Entonces comenzaron las horas de conversaciones con su director espiritual, un sacerdote o religiosa que les ayuda a interpretar esta llamada. “Si no hubiera sido por él nunca hubiera entrado en el convento. Me acercó a Jesús en los momentos en los que yo quería correr hacia el otro lado”, describe Pilar Gálvez (29 años), funcionaria que pidió en octubre una excedencia para entrar en La Aguilera, en un vídeo de YouTube. “Pero jamás te presiona ni decide por ti”, aclara Blanca. Y pronto dan un paso clave: visitar uno de los dos conventos. La mayoría toma la decisión en cuanto los pisa. 

“Allí vi lo más grande: mujeres, esposas de Cristo, madres de cada hombre. Me fascinó”. Maite Montes entró en el monasterio hace casi once años. Tenía 18. “Para que mi juventud y mi vida entera fuesen para Él”, dice. “¡No me lo podía creer! Eran alegres, divertidas; eran monjas de clausura y eran como yo. ¡Este era mi sitio!”. Menos de un año después Rocío Rey dejó su cuarto curso de Industriales para convertirse en sor Gema. Ana González es desde 2004 su hermana. Abandonó su trabajo como fisioterapeuta y una relación de cuatro años con su novio tras conocer Lerma. “No vi solo monjas felices, vi la felicidad más verdadera, plena y radiante que yo había visto. Todo encajaba”. Noventa y tres monjas contaron en 2006 cómo dieron este paso en el libro Ven y verás. Después de cinco años su comunidad se ha duplicado. Julio trata de encontrarle explicación. Es vicario de la parroquia de Santa Mónica, en Rivas, y sacerdote de la Diócesis de Alcalá de Henares, ambos pueblos madrileños. Allí conoció a ocho chicas que ahora viven en este monasterio. “Dios no te llama a ser monja en general, te llama a un sitio concreto. Y las ha ido llamando allí”. Y no, por ejemplo, a los otros dos conventos que hay en Lerma: uno de dominicas (14 monjas, una novicia y una futura postulante) y otro de carmelitas (12 hermanas que superan los 70 años y ninguna novicia ni postulante). “Me voy a encerrar en cuatro paredes, pero voy a ser la persona más libre del mundo”, aclara una exultante Vanesa días antes de ingresar en La Aguilera. “Me abandono a otros, para que a través de la oración otros conozcan a Dios. Voy a empezar un noviazgo con él, estoy como medio tonta. Estoy enamorada”.

Paloma también lo sintió. Tenía 20 años. “Fue una huida. No me había encontrado bien en toda mi vida. Buscaba mi hogar, un refugio donde me quisieran. Ellas transmitían que eran muchas y que estaban muy unidas. Tuve envidia. Quería eso”. Sus ojos se humedecen ligeramente tras las gafas. Pero desprende fuerza. “No me costó nada dejar a mi familia, a mis amigos. Solo quería llenar ese vacío. Estaba cegada”. Y allí fue muy feliz durante mucho tiempo. “Te hacen creer que estás en el mejor lugar del mundo, en el mismísimo paraíso. Y lo piensas de verdad. Son muy buenas psicólogas”. Durante tres años se levantó a las seis de la madrugada, rezó cinco horas al día, conversó con fieles, cocinó, limpió, horneó pastas. Pero también bailó sevillanas, vio películas de dibujos animados e incluso interpretó alguna obra de teatro (“siempre con un mensaje, para mostrarnos lo horrible que es el mundo”). Y escuchó las enseñanzas de la Madre. “Inculcan mucho miedo al exterior. Te manipulan. Repiten que fuera nunca serás feliz. Nos preguntaban: ‘¿Creéis que si salís alguien se va a alegrar?”. Ella lo hizo. Se enfrentó a un mundo del que había estado desconectada. Sin una carrera finalizada, habiendo perdido amigos. 

“¿Cómo va a ser una secta si se pueden ir en cualquier momento?”, se pregunta Fernando Berzosa, hermano de sor Verónica, respondiendo a la crítica más repetida hacia esta congregación. “Nadie humano podría retenerlas allí”, argumenta Blanca. Pero para Paloma, que no quiere dar su nombre real ni detalles que permitan reconocerla, abandonar el convento fue un proceso muy difícil. “Primero tuve que darme cuenta de que habían anulado mi capacidad crítica. Después, de que estaba inmersa en una felicidad falsa. Y tuve suerte: mi familia siempre estuvo ahí. Pero hay monjas que rompen el contacto con los suyos y no tienen nada ni a nadie fuera”. Aun así, han sido muchas las que han abandonado Lerma y La Aguilera. Recuerda que en el tiempo que estuvo lo hicieron unas cinco, y a otras tantas las echaron las propias superioras. “Sólo quieren sumisas, nadie que destaque. Y eso siendo una adolescente puede machacarte. Conozco a chicas que aún viven marcadas por lo que oyeron dentro”. Traga saliva. “Dicen cosas muy serias en nombre de Dios. Aunque estoy segura de que creen que están haciendo el bien. Si no, sería terrorífico”.

Expansión. 
Una camiseta verde asoma bajo el hábito vaquero. Deportivas negras. Y unas cejas muy arqueadas que dejan intuir pelo moreno. “No es nuestra vida aparecer en los medios. Tenemos que consolidarnos, acabamos de nacer”. Sor Andrea sonríe todo el rato. Aunque su cabeza niegue. Prohibida la entrada para la periodista a este convento de La Aguilera que hace años les costó casi diez millones de euros reformar. “Tienen detrás gente con mucho dinero que las ayuda muchísimo; reciben donativos cada día”, reconoce un sacerdote del Arzobispado de Burgos. “Y pronto comenzarán a fundar otros monasterios, a colonizar el mundo. Varios obispos ya quieren este milagro en sus diócesis”.

Su misión será aquello que mejor saben hacer: despertar las vocaciones de todo el que acuda a ellas. Por eso, aquí los locutorios, las salas en las que las monjas reciben visitas, ya no tienen rejas. Al más grande lo llaman auditorio. Caben más de 400 personas. Sin olvidarse de la oración. “Porque rezar da sus frutos”, cuenta Blanca. “Si no, ¿para qué estarían ahí encerradas?”.

 PAULA GARCÍA-POZUELO
http://www.tiempodehoy.com

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