sábado, 31 de enero de 2009

Jornada Mundial de la Vida Consagrada

La Jornada Mundial de la Vida Consagrada llama un año más a nuestras puertas. Juan Pablo II instituyó esta celebración en 1997 y la confió a la protección maternal de María. Lo hizo con una triple intención. Primeramente, para “dar gracias a Dios por el don de la vida consagrada” en la Iglesia. En segundo lugar, para “ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más” el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo así y promover en el pueblo de Dios “el conocimiento y la estima” de esta forma de vida. Y, en tercer lugar, para que las personas consagradas celebren este día como una “ocasión propicia para renovar el compromiso de su consagración”. ¡Cuánto amó Juan Pablo II a la vida Consagrada!


No quisiera ser autocomplaciente ni arrogante ante esta celebración que los consagrados vivimos con alegría. La vida consagrada no puede dejar nunca de vivir con una tensión permanente su propia conversión. No somos ángeles. No somos tan santos como lo que estamos llamados a ser. Confesamos nuestra debilidad y nuestro pecado. Con todo, ahí estamos, desde hace más de dos mil años, fieles a la Iglesia y al Evangelio del que nos gustaría ser, cada día más, una “exégesis viviente” (Benedicto XVI). Intentamos vivir ese ideal lo mejor que sabemos y podemos. Al calor de la Palabra, con la gracia de Dios y el aliento de aquellos que nos estiman y nos quieren alcanzaremos, sin duda, cotas mayores de santidad. Disculpadme si se me desliza un poco de orgullo (me gustaría que éste fuera sano) al mirar esta historia viva de fidelidad que sigue dando tan buenos frutos de santidad al mundo y a la Iglesia.

Amar la vida consagrada es amar a la Iglesia. Y viceversa. Así nos lo ha enseñado la historia vivida y la tradición. Por eso, a veces nos quejamos de quienes parecen no estimar y no conocer la vida consagrada. De aquellos que viven siempre mirándola con el cristal oscuro, haciéndola de menos, fijándose siempre más en sus defectos (¡los tiene bien grandes!) que en sus virtudes. De aquellos que están siempre prontos para corregirla (casi nunca fraternalmente) o para querer domesticarla y cuentan sus bajas regodeándose, viéndolas como si fuera la prueba de su fracaso. Quizá no haya malicia. Esta falta de estima, en el fondo, no es otra cosa que una gran falta de fe.
Cuando se habla de secularización interna de la Iglesia, yo les miro a ellos, a los que creen que somos nosotros y no Él quien construye la casa. Rezo por aquellos que creen encontrar en otros (¡quizá de última hora!) soluciones de via rápida a todos los males de la institución eclesial o de la evangelización saltándose con cuatro comentarios o juicios sumarios, desencarnados y sin perspectiva, el respeto debido a quienes peinan canas por amor a la Iglesia y al Dios de Jesús; a aquellos que portan en su cuerpo las marcas de Jesús. ¡Pobres de aquellos que creen que la Iglesia y su misión dependen más de sus miembros que del Señor de la historia!

Cualquiera que mire desapasionadamente la vida consagrada cae en la cuenta de algo evidente: su presencia y su mera existencia durante tantos siglos es su mejor carta de presentación, su más evidente justificación. No necesita otra. Es una verdad patente y objetiva: ahí hemos estado, seguimos y, si Dios quiere, seguiremos transmitiendo esperanza y siendo un signo de la trascendencia que habita el mundo. Un signo humilde de la presencia de Dios entre los hombres. Somos –alguien lo ha dicho–, como aquellos que esperan, de pie, en la parada del autobús. Nuestra presencia hace innecesaria la pregunta. Todos intuyen que si estamos ahí de pie es porque el autobús pasará. Somos, pues, un signo –quizá frágil, pequeño e imperfecto– de que Dios está entre nosotros y es capaz de dar sentido a la vida humana. Un signo de esperanza en un mundo en el que la crisis atenaza y acongoja el corazón humano. No temáis –decimos al mundo– el autobús llegará. El Señor cumplirá sus promesas.

En medio de una sociedad cada vez más secularizada, nuestra vida y nuestro compromiso vital significan una apuesta clara y sin equívocos por la fidelidad a Dios y a la humanidad. La Iglesia lo sabe y por eso quiere celebrarlo. Juan Pablo II al instituir esta jornada tomó las mismas palabras que Santa Teresa: “¿Qué sería del mundo sin los religiosos?”. Me gustaría poder decir que sin ellos, en el mundo habría menos luz. Quisiera creerlo así. Me siento feliz de renovar mi compromiso porque esto sea así. Aun con temor y temblor, me atrevo a decir con todos y todas las personas consagradas del mundo que la vida consagrada –esta extraña pero entrañable forma de vida en la Iglesia– siente una vivísima pasión por Cristo y por la humanidad.
Fernando Prado, cmf - masdecerca.com

sábado, 10 de enero de 2009

A proposito de la vida contemplativa

En el primer artículo dedicado a la vida contemplativa en la Suma de Teología, observa santo Tomás de Aquino :
“Unde etiam et in hominibus vita uniuscuiusque hominis videtur esse id in quo maxime delectatur, et cui maxime intendit: et in hoc praecipue vult quilibet convivere amico, ut dicitur in IX Ethic”
[1].
Sorprende esta referencia a aquello a lo que la vida tiende y en lo que consiste su deleite, al querer convivir con el amigo. No son los contenidos con los que asociamos inmediatamente la vida contemplativa. Sale así a la luz una objeción primera: la vida contemplativa ¿se corresponde de verdad con el dinamismo propio de la vida del hombre? Como santo Tomás, nosotros pensamos que sí; aunque ello nos obliga a un cierto esfuerzo de reflexión.


I. El difícil acercamiento contemporáneo a la vida contemplativa.
Es importante observar, en primer lugar, que la vida contemplativa no puede comprenderse en el horizonte individualista de un cierto solipsismo; no es un encerrarse en sí mismo y un cortar los lazos con la realidad, buscando el “más allá” de un Dios separado.Ciertamente, esto sería innatural y produciría rechazo; porque contradice la naturaleza humana, que tiende inevitablemente a compartir, a comunicar, a multiplicar el bien y la alegría en relaciones de unidad y de amistad. La contemplación de la verdad, por definición, no puede conducir más que a estar en relación más profunda, en comunión con todas las cosas, a establecer relaciones más verdaderas, de mayor unidad con las otras personas.
Esta perspectiva inmediata y natural es modificada en nuestra época por una cultura moderna, una antropología radicalmente individualista. Según esta comprensión de las cosas, muy influyente en la actualidad, el hombre se define como un ser individual soberano y libre para el cual toda vinculación será el fruto del ejercicio de su voluntad soberana, de acuerdos, contratos o consensos. La relación con las cosas –con el mundo- sería la de una posesión paradigmáticamente científica o tecnológica. Mientras las relaciones interpersonales se regirían según la ley del más fuerte, de la búsqueda de la victoria sobre el otro; una ley no sólo hobbesiana –el hombre es un lobo para el hombre–, ni sólo darwiniana, sino una tentación humana perenne, como muestra el que podía defenderla ya el sofista: la verdad es determinada por el más fuerte, decía, contra Sócrates, que será llevado a la muerte por su “filosofía”, por su amor a la verdad. Sus discípulos, Platón y Aristóteles, hablarán de la “theoria” (contemplación), como el grado supremo de realización de un ser humano inteligente.
Para un hombre de nuestra época, de tradición semejante, si no está determinado por la fe, ¿qué puede significar la vida contemplativa? Si en realidad la vida consiste en alcanzar dominio y poder sobre la realidad, transformarla tecnológicamente, a la fuerza si fuese necesario, ¿qué sentido puede tener recluirse en un convento o monasterio? ¿No es contradictorio con el progreso de la persona y del mundo? A lo largo del siglo XIX (siglo del “progreso”) y del XX (siglo de las “transformaciones” del mundo por las grandes “ideologías”), ¿cuántos no han pretendido con grandes declaraciones y mucha propaganda que la vida contemplativa era propia de holgazanes, que mejor harían en ponerse a trabajar? ¿Cuántos no han forzado violentamente a los consagrados a dejar los conventos, cerrándolos o prohibiéndolos?
Los mismos cristianos, influidos por esta concepción del hombre, tan ajena a nuestra fe, pensamos así algunas veces. Es fácil caer en la tentación de comprender la vida contemplativa como un abandono de la realidad y una opción por un individualismo solipsista. En este sentido, podemos observar la postura radical de quien dice, con desinterés por el destino de la persona, “si le gusta ¿por qué no?”. Otras en cambio pueden pretender mostrar una cierta comprensión: hicieron bien en salirse de esta vida y de esta realidad en el fondo sin sentido, en la que no se puede encontrar satisfacción verdadera.
Esta última posición tiende a crecer en un mundo que busca escapatorias ante el fracaso profundo de las ideologías dominantes: no han conducido al mundo bueno prometido, ni atienden en lo más mínimo a las exigencias de la persona concreta, que no sólo es pensada como un individuo más en medio del mundo, sino que no es tomada en consideración en sus anhelos más hondos. Así, la idea de abandonar una batalla que al final nunca es la de uno mismo, de salirse de la mecánica de un mundo que no sólo es insatisfactorio –experiencia elemental-, sino que no toma en serio la satisfacción profunda de uno mismo, es una idea que puede resultar seductora.
Quien puede optar por la vida contemplativa sería entonces una persona seria, digna de ser tenida en cuenta. Que abandona la tarea –semejante a la de Sísifo- de dominar el mundo, que se sale de la perenne contienda con sus semejantes y que intenta reafirmarse a sí mismo, alcanzar el bien que corresponde al propio corazón.
Y, en efecto, es bueno afirmar la importancia de la propia persona y la voluntad de alcanzar su destino verdadero. Pero, ¿por la vía de abandonar la realidad? Estas perspectivas, procedentes del desencanto ante las ideologías y las utopías dominantes, pueden presentarse hoy en nuestra sociedad unidas a un influjo creciente de místicas o pensamiento oriental, que les dan un nuevo contexto y dignidad cultural. Ahora bien, ¿hay que ir realmente por el camino de una interioridad encerrada en sí, que corta los nexos con todas las cosas? ¿La vida contemplativa debe ser entendida desde tales modelos orientales?El horizonte del cristiano no está determinado por un juicio radicalmente negativo ante la realidad y la vida. Es verdad que el mundo no es Dios, como expresan radicalmente ciertas tradiciones orientales: “lo que es, no es; lo que no es, es”; y en contra de algunas tradiciones europeas modernas, para las que este mundo, esta vida, la materia, el poder humano es todo, mientras que la muerte, el más allá, no son nada.
El mundo, para nosotros no es Dios; pero no es malo, no es un velo engañoso, falso, tejido por un genio maligno, como temió por un instante el pensamiento moderno en sus orígenes (Descartes) y como nos ha querido poner ante los ojos en una preciosa fabulación mítica la película “Matrix”. El mundo ha sido creado por Dios, existe por su voluntad, habla de Él, y ha de ser usado, vivido, para llegar a Él, que es la plenitud de toda realidad.
Pero el hombre, como se ve de nuevo en estos mismos comentarios sobre la vida contemplativa, ha perdido el camino, se encuentra como quien va a tientas, en busca de la verdad y de la vida, y corre hoy el riesgo grande del nihilismo y el escepticismo.
La revelación divina, que alcanza su plenitud y forma definitiva en Jesucristo, es la “piedra angular” que permite la construcción de la vida humana, sin que sus tensiones y polaridades intrínsecas queden sin solución y lleven a derrumbarse la obra; que permite la salvación del hombre, en todas sus dimensiones, en las que hace posible ver el inicio de un esplendor que es promesa cierta de la gloria futura.
Y esto es así también para esta dimensión tan humana, que Aristóteles llegó a considerar el culmen de nuestro ser inteligentes, que es la vida contemplativa, que alcanzará forma nueva, impensada y espléndida en la Iglesia de Cristo...

Mons. Alfonso Carrasco Rouco. Obispo de Lugo
El Ferrol, 5 de junio de 2008

(para leer la conferencia entera ir a: http://diocesisdelugo.org/pruebas/index.php?option=com_content&task=view&id=119&Itemid=127)

miércoles, 7 de enero de 2009

Se debe orar continuamente y con vigilancia

1


Se decía del abad Arsenio que el sábado por la tarde, cuando empezaba el día del Señor, volvía su espalda al sol, levantaba sus manos al cielo y oraba hasta que en la mañana del domingo el sol, al levantarse, iluminaba su rostro. Y sólo entonces iba a sentarse.

2


Unos hermanos preguntaron al abad Agatón: «Padre, ¿cuál es la virtud que exige más esfuerzo en la vida religiosa?». El les respondió: «Perdonadme, pero estimo que nada exige tanto trabajo como el orar a Dios. Si el hombre quiere orar a su Dios, los demonios, sus enemigos, se apresurarán a interrumpir su oración, pues saben muy bien que nada les hace tanto daño como la oración que sube hacia Dios. En cualquier otro trabajo que emprenda el hombre en la vida religiosa, por mucho esfuerzo y paciencia que dicho trabajo exija, tendrá y logrará algún descanso. La oración exige un penoso y duro combare hasta el último suspiro».

3


El abad Dulas, discípulo del abad Besarión, contaba: «Un día fui a la celda de mi abad y le encontré de pie en oración y con las manos levantadas al cielo. Permaneció así durante catorce días. Luego me llamó, y me dijo: "Sígueme". Y fuimos al desierto. Yo sentía sed y le dije: "Padre, tengo sed". El tomó su cantimplora, se apartó de mí a la distancia de un tiro de piedra, hizo oración y me la trajo llena de agua. Después fuimos a la ciudad de Lyco para visitar al abad Juan. Terminados los saludos hicimos oración. A continuación los dos ancianos se sentaron y empezaron a hablar de una visión que habían tenido. El abad Besarión dijo: "Dios ha decidido destruir los templos". Y así ocurrió. Fueron destruidos».

4


Decía el abad Evagrio: «Si estás desanimado, ora. Ora con temor y temblor, con ardor, sobriedad y vigilancia. Así es preciso orar, especialmente a causa de nuestros enemigos invisibles, que son malos y se aplican a todo mal, pues sobre todo en este punto de la oración se esfuerzan en ponernos dificultades».

5


Dijo también el abad Evagrio: «Cuando te venga un mal pensamiento en la oración no busques otra cosa en ella. Afila la espada de las lágrimas contra el que te combate».

6


El abad del monasterio que Epifanio, de santa memoria, obispo de Chipre, tenía en Palestina, le envió a decir: «Gracias a tus oraciones no hemos descuidado la Regla. Hemos rezado cuidadosamente tercia, sexta, nona y vísperas». Pero el obispo le contestó: «Veo que hay horas en las que dejáis de hacer oración. El verdadero monje debe orar sin interrupción, o al menos salmodiar en su corazón».

7


El abad Isaías decía: «El presbítero de Pelusa celebró un ágape. Los hermanos se pusieron a comer y a charlar entre sí en la iglesia. El sacerdote les increpó: "¡Callad, hermanos! Conozco a un hermano que come con vosotros y su oración sube como fuego en la presencia del Señor.

8


El abad Lot vino a ver al abad José y le dijo: «Padre, me he hecho una pequeña regla según mis fuerzas. Un pequeño ayuno, una pequeña oración, una pequeña meditación y un pequeño descanso. Y me aplico según mis fuerzas a liberarme de mis pensamientos. ¿Qué más debo hacer?». El anciano se puso en pie, levantó sus manos al cielo y sus dedos se convirtieron en diez lámparas de fuego. Y le dijo: «Si quieres, puedes convertirte del todo en fuego».

9


Unos monjes euquitas, es decir «orantes», vinieron un día a ver al abad Lucio, a Ennato. El anciano les preguntó: «¿Qué clase de trabajo manual hacéis?». Y ellos le dijeron: «No hacemos ningún trabajo manual, sino que, como dice el apóstol, oramos constantemente». (Cf 1 Tes 5,17). El anciano les dijo: «¿No coméis?». Y ellos contestaron: «Sí, comemos». Y el anciano les preguntó: «¿Y cuándo coméis, quién ora por vosotros?». De nuevo les preguntó el anciano: «¿No dormís?». Y contestaron: «Dormimos». «Y cuando dormís, ¿quién ora en vuestro lugar?». Y no supieron qué responderle. El anciano les dijo entonces: «Perdonadme, hermanos, pero no hacéis lo que decís. Yo os enseñaré cómo trabajando con mis manos oro constantemente. Me siento con la ayuda de Dios, corto unas palmas, hago con ellas unas esteras y digo: "Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito" (Sal 51,1). ¿Es esto una oración o no?». Ellos dijeron: «Sí». El anciano continuó: «Paso todo el día trabajando y orando mental o vocalmente y gano unos dieciséis denarios. Pongo dos delante de mi puerta y con el resto pago mi comida. El que recoge aquellos dos denarios, ora por mi mientras que yo como o duermo. Y así es como cumplo, con la gracia de Dios, lo que está escrito: "Orad constantemente"». (1 Tes 5,17).

10


Preguntaron unos al abad Macario: «¿Cómo debemos orar?». Y él les dijo: «No es preciso hablar mucho en la oración, sino levantar con frecuencia las manos y decir: "Señor, ten piedad de mi, como tú quieres y como tu sabes". Si tu alma se ve atribulada, di: "¡Ayúdame!". Y como Dios sabe lo que nos conviene, se compadece de nosotros».

11


Se contaba que si el abad Sisoés no se daba prisa en bajar sus manos cuando se ponía en pie para orar, su espíritu se veía transportado a las alturas. Por eso, si oraba en compañía de algún hermano, bajaba enseguida las manos temeroso de caer en éxtasis y permanecer así largo tiempo.

12


Decía un anciano: «La oración asidua cura enseguida el alma».

13


Uno de los Padres decía: «Es imposible que uno vea su rostro en un agua turbia. Tampoco el alma, si no se purifica de pensamientos extraños, puede contemplar a Dios en la oración».

14


Un anciano vino un día al monte Sinaí, y cuando se marchaba salió a su encuentro un hermano que le dijo llorando: «Estamos muy afligidos, Padre, por la sequía, porque no llueve». Y le dijo el anciano: «¿Por qué no oráis y pedís la lluvia a Dios?». Y le dijo el otro: «Ya oramos y rogamos continuamente a Dios, pero no llueve». Y replicó el anciano: «Creo que no habéis orado con atención, ¿quieres comprobarlo? Ven, pongámonos de pie los dos juntos y oremos». Levantó las manos al cielo, oró y al punto empezó a llover. Al ver esto el hermano, se echó a temblar y se arrojó a sus pies. El anciano, empero, se escapó de allí rápidamente.

15


Los hermanos contaban: «Un día fuimos a ver a unos ancianos. Después de hacer oración, según costumbre, nos saludamos y nos sentamos para conversar juntos. Terminada la reunión, en el momento de marchar, pedimos el tener de nuevo juntos un rato de oración. Uno de aquellos ancianos nos dijo: «¿Cómo, pero no habéis orado ya?». Le dijimos: «Sí, Padre, hemos hecho oración al llegar, pero desde entonces hasta ahora no hemos hecho más que hablar». Y él nos dijo: «Perdonadme, hermanos, pero está sentado entre vosotros un hermano que mientras hablaba ha hecho ciento tres oraciones». Y después de decirnos esto, hicimos oración y nos despidieron.

http://www.abandono.com/Maestros/Padres/Padres12.htm

martes, 6 de enero de 2009

Fiesta de la Epifanía o Día de Reyes

Los pastores y reyes del Oriente visitan a Jesús el Mesias, le llevan regalos y lo adoran con oro, incienso y mirra.

 Fiesta de la Epifanía o Día de Reyes
Fiesta de la Epifanía o Día de Reyes

Origen de la fiesta:

El 6 de enero se celebraba desde tiempos inmemoriales en Oriente, pero con un sentido pagano: En Egipto y Arabia, durante la noche del 5 al 6 de enero se recordaba el nacimiento del dios Aion. Creían que él se manifestaba especialmente al renacer el sol, en el solsticio de invierno que coincidía hacia el 6 de Enero. En esta misma fecha, se celebraban los prodigios del dios Dionisio en favor de sus devotos.
La fiesta de la Epifanía sustituyó a los cultos paganos de Oriente relacionados con el solsticio de invierno, celebrando ese día la manifestación de Jesús como Hijo de Dios a los sabios que vinieron de Oriente a adorarlo. La tradición pasó a Occidente a mediados del siglo IV, a través de lo que hoy es Francia.

La historia de los Reyes Magos se puede encontrar en San Mateo 2, 1-11.

“Después de haber nacido Jesús en Belén de Judea, en el tiempo del Rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén diciendo: ¿dónde está el que ha nacido, el Rey de los Judíos? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo.
Al oír esto, el Rey Herodes se puso muy preocupado; entonces llamó a unos señores que se llamaban Pontífices y Escribas (que eran los que conocían las escrituras) y les preguntó el lugar del nacimiento del Mesías, del Salvador que el pueblo judío esperaba hacia mucho tiempo.
Ellos contestaron: En Belén de Judá, pues así está escrito por el Profeta:

Y tú, Belén tierra de Judá
de ningún modo eres la menor
entre las principales ciudades de Judá
porque de ti saldrá un jefe
que será el pastor de mi pueblo Israel

Entonces Herodes, llamando aparte a los magos, los envió a la ciudad de Belén y les dijo: Vayan e infórmense muy bien sobre ese niño; y cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo.
Los Reyes Magos se marcharon y la estrella que habían visto en el Oriente, iba delante de ellos hasta que fue a pararse sobre el lugar donde estaba el Niño. Al ver la estrella, sintieron una gran alegría.
Entraron en la casa y vieron al niño con María su madre. Se hincaron y lo adoraron. Abrieron sus tesoros y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Luego, habiendo sido avisados en sueños que no volvieran a Herodes, (pues él quería buscar al Niño para matarlo), regresaron a su país por otro camino.”

Significado de la fiesta:

Antes de la llegada del Señor, los hombres vivían en tinieblas, sin esperanza. Pero el Señor ha venido, y es como si una gran luz hubiera amanecido sobre todos y la alegría y la paz, la felicidad y el amor hubieran iluminado todos los corazones. Jesús es la luz que ha venido a iluminar y transformar a todos los hombres.

Con la venida de Cristo se cumplieron las promesas hechas a Israel. En la Epifanía celebramos que Jesús vino a salvar no sólo a Israel sino a todos los pueblos.
Epifanía quiere decir "manifestación", iluminación. Celebramos la manifestación de Dios a todos los hombres del mundo, a todas las regiones de la tierra. Jesús ha venido para revelar el amor de Dios a todos los pueblos y ser luz de todas las naciones.

En la Epifanía celebramos el amor de Dios que se revela a todos los hombres. Dios quiere la felicidad del mundo entero. Él ama a cada uno de los hombres, y ha venido a salvar a todos los hombres, sin importar su nacionalidad, su color o su raza.
Es un día de alegría y agradecimiento porque al ver la luz del Evangelio, salimos al encuentro de Jesús, lo encontramos y le rendimos nuestra adoración como los magos.


Autora: Tere fernadnez. Fuente: Catholic.net

domingo, 4 de enero de 2009

Toques y repiques de campanas

Aquí mostramos una pequeña lista de lo que son los toques más representativos de nuestras campanas:

-TOQUE DE ALZADA: este se realiza en el momento que el párroco levanta el cuerpo de Cristo. Tres Gordas y una con la Segunda

-TOQUE DE ÁNGELUS: se tocaba a diario, justo a las doce del mediodía, recordando a los fieles la oración a la Virgen.

-TOQUE DE ORACIÓN: toque diario que antecedía a la puesta de sol y que anunciaba el cierre de las puertas de la antigua muralla. Nueve Gordas y una con la Segunda.

-TOQUE DE MISA: es el toque que se escucha a diario el cual avisa a los feligreses a acudir a misa. Este se compone de tres toque de cuarenta golpes de campana finalizados con uno, dos y tres golpes correlativamente en cada toque. Cada toque se distancia de quince minutos, comenzando treinta minutos antes de la misa.

-TOQUE DE DIFUNTOS O ENTIERRO: estos eran diferentes según la clase del difunto, que podía ser de primera, segunda, tercera, cuarta, quinta o de caridad, de párvulo o ángel. Para los hombres había un toque, para las mujeres otro; para los miembros del clero había otro distinto, y otros si el fallecido era el Párroco, el Arzobispo o el Papa.

-TOQUE DE PLEGARIA: se tocaba a las tres de la tarde todos los días, excepto los domingos que se utilizaba como tercer y último toque para la misa mayor.

-TOQUE DE ÁNIMAS: es otro de los toque que se daba a diario. Se trocaba tras la oración y una vez que las tinieblas de la noche habían cubierto la ciudad.

-TOQUE DE LA GRANAZÓN DEL TRIGO: se tocaba al alba, en los días anteriores posteriores al día de San Marcos. Se solía hacer campaneando, es decir, balanceando las campanas San José y San Juan, sin que llegaran a voltear.

-REPIQUE DE PRIMERA CLASE: es lo que más fama da a las campanas de Utrera. Está compuesto de tres toques: Nonas-. Es lo que sirven para avisar a los campaneros. Capellanes-. Avisa a los capellanes para que acudieran al coro. Repique-. Aquí entra lo que propiamente es el repique. Son las campanas volteando, marcado por un ritmo de campanas de golpe. Es justo aquí donde se realizan las balanzas que dan tanta fama a los campaneros de Utrera

-REPIQUE DE SEGUNDA CLASE: está compuesto por campanas de golpe, dadas por Santo Domingo San Rafael y Santa Barbara, y dos campanas de volteo, que son Santa Catalina y Jesús, María y José (La Esquila). Este repique se realizaba cada tercer domingo de mes.