(La abadesa de los conventos de Lerma y La Aguilera)
Es el secreto mejor guardado de la Iglesia. Una comunidad de 134 monjas de clausura, jóvenes, con carrera y conservadoras. La obra de sor Verónica en Lerma. Entramos en el convento del que todos hablan y muy pocos conocen.
El 22 de enero de 1984, Marijose Berzosa abandonó el mundo. Tenía 18 años. Dejaba atrás la carrera de Medicina; los novios de quita y pon y las discotecas ochenteras envueltas en volutas de porro; el baloncesto, la guitarra y el teatro. Aquel domingo cruzó sin pestañear el gélido zaguán del número 6 de la plaza de Santa Clara, en el corazón de Lerma, una villa burgalesa de 2.500 habitantes, para convertirse en sor Verónica. Ingresaba en el convento de clausura de la Ascensión, que había albergado tras sus barrotes a monjas clarisas desde 1604. Sería su hogar y su tumba. Una apuesta para la eternidad. Pocos confiaban en su vocación. "Nadie me entendió. Hubo apuestas de que no iba a durar nada. Pero ellos no sentían la fuerza del huracán que me arrastraba", confesaría más tarde.
Era casi una niña. Bastante guapa, como ella misma se describe. Famosa en Aranda de Duero por sus bellos ojos verdes. Alegre y abierta. De clase media. Educada en un colegio de religiosas. Su padre poseía una zapatería y en su familia había una antigua afición por la música y la poesía. Marijose era la menor de cinco hermanos. Todos hombres y universitarios. Uno sacerdote. Hoy obispo auxiliar de Oviedo. Su espejo y guía. Brillante y mandona. Ni beata ni ñoña. Con una relación intermitente con la Iglesia; voluble y eterna insatisfecha: la clásica adolescente en busca de una salida. La encontró aquel lejano 1984. Tomó la decisión en apenas quince días.
Sencillez, humildad y pobreza. Vida contemplativa. Ora et labora. Marijose aterrizaba en un convento habitado por una veintena de monjas donde la más joven había cumplido los 40 y en el que hacía 23 años no entraba una novicia. No lo tuvo fácil. Le aguardaban un basto hábito pardo ceñido por el cordón blanco de los franciscanos (la familia religiosa de la que nacieron las clarisas) y sandalias en invierno y verano; el pelo casi al cero, como ella relata; una fría celda, rezos desde la madrugada, penitencia, silencio, ayuno y trabajo en el obrador y el huerto. Aislada del mundo por muros y rejas. El tiempo se había detenido cuatro siglos antes en el monasterio de Lerma. Verónica ha contemplado durante todos estos años día tras día desde su celda el mismo paisaje de la vega del Arlanza. Aún le emociona. "Aquí me siento libre".
Su guía en aquellos primeros pasos, sor Pureza de María Lubián, de 70 años, hoy abadesa del convento de Belorado (Burgos), la recuerda: "Era una chiquilla encantadora. Muy noble y muy buena. Tenía 18 años y un porvenir. Todo lo abandonó. Siguió la llamada de Dios. Tenía una personalidad muy rica. Siempre fue líder. Y, espiritualmente, con una gran vocación. Tuvo luchas y dificultades. Hizo un gran esfuerzo. Pero actuó la gracia del Espíritu. Y ella se dejó hacer".
El Espíritu hizo bien su trabajo. Sor Verónica se ha convertido en el mayor fenómeno de la Iglesia desde Teresa de Calcuta. Sus admiradores la definen como "una santa en la Tierra". Y a su obra, "como un milagro". Apoyada por el Vaticano, mimada por los monseñores, financiada por los poderosos y jaleada por los movimientos neoconservadores, ha hecho de aquel vetusto convento de Lerma un atractivo banderín de enganche para vocaciones femeninas que cuenta con 135 monjas con carrera y una media de edad de 35 años y un centenar más en lista de espera. Y ya ha abierto una sucursal en la localidad de La Aguilera, a 40 kilómetros de Lerma, en un enorme monasterio cedido por sus hermanos franciscanos. Un boom insospechado de vocaciones cuando los jesuitas tienen apenas 20 novicios en toda España; los franciscanos, cinco, y los paúles, dos. En un momento en que se importan monjas sin papeles de la India, Kenia o Paraguay para evitar el cierre de conventos habitados por ancianitas, y que la mayoría de nuestros sacerdotes superan los 60 años.
Por el contrario, su bucólica comunidad está repleta. Acoge cada fin de semana a centenares de jóvenes peregrinos en autobuses fletados por parroquias y colegios religiosos, escoltados por curillas de alzacuellos y bocadillo y familias numerosas que anhelan compartir la alegría de estas monjas que rezan, cantan y bailan sin dejar de sonreír un instante. Sus puertas siempre están abiertas para los buenos cristianos. Especialmente si son seminaristas, kikos o llegan de la mano de grupos de apostolado juvenil. La Aguilera es parada obligatoria para todos ellos.
Sor Verónica los recibe con un estilo personal en el que se mezclan los ritos más conservadores de la Iglesia con la atractiva mística de las órdenes de clausura y una puesta en escena musical y testimonial alegre y algo infantil, surgida de su brillante mente de coreógrafa. Micrófono en mano, Verónica domina. Parece tímida; no lo es. Surge de un rincón del auditorio bajo una bella luz cenital. Casi camuflada entre las gradas donde se agolpan un centenar de monjas frente a un público incondicional. Levantan los brazos al cielo mientras entonan un intenso canto de amor a Cristo con bongos y guitarras. Sor Verónica acaricia el pelo de sus hermanas. Abraza a los niños. Es sencilla y convincente. Entrañable, profunda y directa. Hace reír y se ríe. Tiene una voz firme y suave. Capacidad de convicción. Cree en lo que dice. Es una mujer de Cristo. Está enamorada de él, repite. Es una buena predicadora. Y también una enérgica directora musical. Como demostrará durante la eucaristía al frente del coro. Aquí, en la capilla, ya no hay sonrisas. Las hermanas rezan plegadas en el suelo como los fieles musulmanes hasta fundirse como manchas negras en el pavimento gris.
Las hijas de sor Verónica son diametralmente opuestas a las monjas de otros conventos de clausura. No son crías incultas provenientes del entorno rural en busca de subsistencia. La mayoría ha tenido pareja y empleo. No son monjitas de escasa teología, pastas y agua de limón, invisibles y entrañables tras el torno.
Las hijas de sor Verónica han sido educadas en la Iglesia de resistencia de Juan Pablo II. Son militantes. Muchas pertenecen a grupos neoconservadores: Camino Neocatecumenal (Kikos), Comunión y Liberación, Opus Dei, Renovación Carismática, Lumen Dei, Legionarios de Cristo, Schonstatt. Son urbanas y con estudios. Ninguna es inmigrante. Hay cinco hermanas de la misma familia; 11 parejas de hermanas de sangre y unas gemelas. Abunda la clase media. Y los títulos universitarios. Esta comunidad ofrece un completo catálogo de abogadas, economistas, físicas y químicas; ingenieras de caminos, industriales, agrícolas y aeronáuticas; arquitectas, médicas, farmacéuticas, biólogas y fisioterapeutas; bibliotecarias, filólogas, pedagogas y fotógrafas. Un religioso que conoce la comunidad la define como "una olla de grillos intelectual difícil de gobernar". Otro viejo sacerdote burgalés tiene sus dudas sobre la uniformidad del proyecto, dada la disparidad de los movimientos neocon que lo nutren: "Casi todas las que entran tienen que ver con las nuevas realidades de la Iglesia. Cada una tiene su propia forma de ser, de orar, de cultivar la piedad. Están encarriladas en las prácticas de esos movimientos y tienen que hacer un esfuerzo añadido para desprenderse de sus espiritualidades de origen y confluir en la regla de Santa Clara. Unificar ese revoltijo es complicado, y mucho más siendo tantas". Una monja de la comunidad confirma que denominan a la veintena de compañeras procedentes de los kikos: "Las hermanas del camino: ellas ya tienen mucho avanzado".
Lerma es un fenómeno que poco tiene que ver con la clausura tradicional. En la Iglesia, algunos ya piensan que este movimiento concluirá con una refundación de las clarisas, una escisión dentro de esa congregación o, incluso, la creación de una nueva orden. Un sacerdote del entorno de la abadesa explica: "Cuando Marijose entró en el convento tenía ideas propias. No era una tontita. Tenía su interpretación de la vida religiosa contemplativa. Pensaba que la clausura no tenía por qué ser algo intocable y excluyente. Quería contarlo y ser un ejemplo". Para un monseñor anónimo (como todas las fuentes de este reportaje que intentan escapar del "poder en toda su desnudez del cardenal Rouco"), "Lerma y La Aguilera suponen una renovación del carisma de las clarisas. Las monjas de Lerma no renuncian a la clausura, pero quieren que sea conocida y valorada por los cristianos. Quieren crear un auténtico centro de espiritualidad". Para el superior madrileño de una orden, "las monjas de clausura que no se renueven van a fenecer. Deben ser un ejemplo de experiencia espiritual para la gente de hoy. Para esos chicos que se van a la India para meditar y encontrar un sentido a la vida". Una hermana de la comunidad define su clausura en esa línea: "Ésta es una casa abierta a los que llaman a nuestra puerta. Queremos compartir nuestra fe, dar a conocer lo que nos está pasando. Y si ven a Jesús en nosotras, adelante. España está tan pagana que hace falta que compartamos nuestra fe, no que la vivamos a solas. Es el momento de actuar".
En la Iglesia nadie entiende nada de nada. Lerma ha roto sus esquemas. Para empezar, es un movimiento protagonizado por mujeres, las convidadas de piedra durante siglos de la Iglesia católica. Siempre apartadas de los centros de decisión, la teología y el sacerdocio, aunque sean cuatro veces más numerosas que los religiosos y estén siempre en vanguardia. Además, muy pocos han entrado en la comunidad de sor Verónica. Es de clausura. Y goza de absoluta independencia. Por encima, sólo el Papa, a través del cardenal Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada. Más allá, ninguna autoridad eclesiástica controla lo que ocurre dentro de Lerma y La Aguilera. Ni su capellán, ni el delegado diocesano, ni el obispo de Burgos, ni el superior de la provincia franciscana de Aranzazu, ni el superior general de esa orden, ni el mismísimo presidente de la Conferencia Episcopal. Sólo el Papa. Y está en Roma. Y las observa con extremo cariño. Este año las envió su predicador de cabecera, el capuchino Raniero Cantalamessa, para que dirigiera sus ejercicios espirituales. Todo un privilegio. Para un religioso, "ahí tiene la mejor muestra de que el proyecto de Lerma tiene todas las bendiciones de Roma". "Y que Verónica tiene mucho poder. Ojo con ella", añade presto otro.
Todos los eclesiásticos consultados para este reportaje alaban la explosión vocacional de esta comunidad: "Es una obra de Dios". A continuación desconfían: "Tiene los pies de barro; la mitad de las monjas no han hecho aún sus votos perpetuos; tienen que pasar muchos años hasta que se vea si es algo firme o se queda en un bluff". "Esas monjas están manejando formas antiguas que parecen dar resultados a corto plazo, que atraen a gente que busca una religiosidad radical, pero que a la larga está por ver su recorrido", dice otro. Algunos critican su aislamiento; su lejanía de las personas que sufren. De los pobres, los enfermos y los inmigrantes. Lo que los religiosos llaman "estar en la frontera". Otros ven gato encerrado. "¿Quién está detrás de todo esto?". "¿Quién lo financia?". ¿Cuál es el secreto de Lerma? Nadie parece saberlo.
Incluso las clarisas de otras comunidades españolas recelan. Para una abadesa, "es algo raro. Un fenómeno nuevo. ¿Por qué unas tanto y otras tan poco? No lo entendemos. Pero el Espíritu lo ha buscado y sus razones habrá tenido�".
Sor Verónica tampoco hace nada por explicarlo. Grandes carteles en el monasterio de La Aguilera advierten de que no se puede fotografiar ni filmar a las monjas. Una advertencia que repite con voz potente y mirada inquisitorial la más fornida de las hermanas a los dos periodistas que visitan su comunidad: "¡No queremos nada con los medios de comunicación!". Unos minutos más tarde, cuando por fin preguntamos a sor Verónica sobre las razones de su éxito, mira a los ojos con los suyos verdes nublados por las lágrimas; inclina la cabeza con humildad y coge tu mano entre las suyas descarnadas. "No sabéis lo que os queremos y la ternura que me producís, pero esto se ha hecho muy grande, estamos creando algo� tenemos 60 o 70 hermanas en formación y no es el momento de hablar, antes tiene que madurar. Estamos haciendo algo grande por amor a Cristo y necesitamos tiempo. Pero aun así os queremos". Y desaparece arrastrando su hábito, del que pende un sufrido rosario de madera.
Y aparece sor Blanca. Que interpreta el papel de poli malo. Y nos pone de patas en la calle: "El Grupo PRISA; sí, todo el Grupo, no sólo EL PAÍS, hace un daño enorme a la Iglesia. Ustedes la atacan y ridiculizan y yo lo leo todo. Y como la Iglesia es mi madre, no tenemos nada más que hablar".
En la génesis del "milagro de Lerma" hay una personalidad espiritual que ha atraído con su carisma a un centenar de jóvenes: sor Verónica. Pero no conviene olvidar a una gran actriz secundaria; ejecutiva, correosa y obstinada; sin atractivo, pero con arrestos; capaz de enfrentarse a banqueros, monseñores, arquitectos y abogados, y que nunca claudica: sor Blanca Mateo.
Frisando los 70 años, nacida en una aldea burgalesa de La Bureba, abadesa desde finales de los noventa, admiradora del Opus Dei, sor Blanca controla todo lo que ocurre en los conventos de Lerma y La Aguilera, aunque cediera formalmente el mes de marzo pasado el puesto de superiora a sor Verónica, que obtuvo la abrumadora mayoría absoluta de votos de sus hermanas en la primera vuelta. Dentro de tres años se volverá a presentar al escrutinio electoral mediante voto secreto en urna. A continuación, las papeletas serán quemadas para que ninguna hermana sepa lo que ha votado la de al lado y evitar suspicacias.
Las dos hermanas han hecho juntas un largo y duro camino. Cuando Marijose llegó a Lerma, en 1984, el convento contaba con 23 monjas y un futuro sombrío. En 1994, con sólo 28 años, fue nombrada maestra de novicias, un puesto clave en la comunidad cuya misión es, según describe un jesuita que ha ocupado ese cargo en su orden, "configurar el disco duro del novicio al sistema operativo de la comunidad". Bajo la hábil dirección espiritual de Verónica, ingresarían hasta finales de esa década 27 hermanas más. Lo nunca visto: ya eran 50. No había hecho más que empezar. Comenzaba a funcionar el boca a boca en los ambientes parroquiales conservadores. En 2002 eran 72; en 2004, 92; en 2005, 105. Y 134 a finales del pasado mes de septiembre. Todas encerradas en un convento del siglo XVI proyectado para albergar 32 monjas.
El tsunami vocacional pilló a Verónica y a Blanca en mantillas. Fue inesperado. Pero no estaban dispuestas a renunciar ni a una sola postulante. Aún menos, a desviarlas hacia otros conventos de clarisas, aunque estuvieran al borde de la liquidación (hay nueve en la provincia de Burgos y un centenar en toda España). Habilitaron distintas zonas del convento, incluso la capilla y el coro, para albergar en precario a las peticionarias. Instalaron 13 miniceldas en la sacristía con paneles prefabricados; pronto quedaron saturadas. Más tarde alquilaron inmuebles contiguos al convento para dar cobijo a las aspirantes. Cada atardecer, los vecinos de Lerma asistían al desfile de jóvenes cabizbajas y ataviadas con una especie de uniforme de hospicio de preguerra desde el monasterio hasta sus pisos de acogida.
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