viernes, 15 de febrero de 2008

Discurso de Su Santidad Benedicto XVI al final de la Misa en la Fiesta de la Presentación del Señor. Jornada de la Vida Consagrada (y 2)

Por tanto, en el decurso de los siglos, seguir a Cristo sin componendas tal como se propone en el Evangelio ha constituido la norma última y suprema de la vida religiosa (cf. Perfectae caritatis, 2). San Benito, en su Regla, remite a la Escritura como «norma rectísima para la vida del hombre» (n. 73, 2-5). Santo Domingo «por doquier se manifestaba como un hombre evangélico, en sus palabras y en sus obras» (Libellus, 104: en P. Lippini, San Domenico visto dai suoi contemporanei, ed. Studio Dom., Bolonia 1982, p. 110) y así quería que fueran también sus frailes predicadores, «hombres evangélicos» (Primeras Constituciones o Consuetudines, 31). Santa Clara de Asís pone fuertemente de relieve la experiencia de san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres —escribe— es esta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (Regla I, 1-2: FF 2750). San Vicente Pallotti afirma: «La regla fundamental de nuestra mínima Congregación es la vida de nuestro Señor Jesucristo para imitarla con toda la perfección posible» (cf. Obras completas II, 541-546; VIII, 63, 67, 253, 254, 466). Y san Luis Orione escribe: «Nuestra primera Regla y vida ha de consistir en observar, con gran humildad y con amor dulcísimo y ardiente a Dios, el santo Evangelio» (Lettere di don Orione, Roma 1969, vol. II, p. 278).
Esta riquísima tradición atestigua que la vida consagrada está «profundamente enraizada en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor» (Vita consecrata, 1) y se presenta «como un árbol lleno de ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia» (ib., 5). Tiene la misión de recordar que todos los cristianos han sido convocados por la Palabra para vivir de la Palabra y permanecer bajo su señorío.
Por tanto, corresponde en particular a los religiosos y a las religiosas «mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio» (ib., 33). Al hacerlo, su testimonio da a la Iglesia «un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica» (ib., 3); más aún, podríamos decir que es una «elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio» (ib., 25). Por eso, en mis dos encíclicas, al igual que en otras ocasiones, no he dejado de señalar el ejemplo de santos y beatos pertenecientes a institutos de vida consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, alimentad vuestra jornada con la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios. Vosotros, que tenéis familiaridad con la antigua práctica de la lectio divina, ayudad también a los fieles a valorarla en su vida diaria. Y traducid en testimonio lo que la Palabra indica, dejándoos plasmar por ella que, como semilla caída en terreno bueno, da frutos abundantes.
Así seréis siempre dóciles al Espíritu y creceréis en la unión con Dios, cultivaréis la comunión fraterna entre vosotros y estaréis dispuestos a servir generosamente a los hermanos, sobre todo a los necesitados. Que los hombres vean vuestras buenas obras, fruto de la palabra de Dios que vive en vosotros, y den gloria a vuestro Padre celestial (cf. Mt 5, 16).
Al encomendaros estas reflexiones, os agradezco el valioso servicio que prestáis a la Iglesia y, a la vez que invoco la protección de María y de los santos y beatos fundadores de vuestros institutos, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas, y de modo especial a los jóvenes y a las jóvenes que están en período de formación, y a vuestros hermanos y hermanas enfermos, ancianos o en dificultad. A todos aseguro un recuerdo en mi oración.

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