miércoles, 8 de abril de 2009

3 razones para aceptar nuestra cruz personal e intransferible

Dadas las fechas en que nos encontramos. Este artículo nos pueda ayudar no solo a contemplar sino a vivir de manera más profunda el Misterio Pascual.

Jesús, ayúdame a valorar la cruz como el regalo que Tú me ofreces para identificarme contigo. Que no huya de ella. Dame la fortaleza para estar siempre en vela contigo, y no abandonarte nunca.

1. La cruz: acoger sin reservas el plan de Dios


La cruz no es un producto muy cotizado en nuestros dí­as. A inicios del tercer milenio, lo que más se busca y anhela es el bienestar, el placer. Y sin embargo, muchas veces nos encontramos con hombres y mujeres hastiados, incluso heridos, por la vida. Personas que lo han disfrutado todo, lo han experimentado todo, y sin embargo, son seres profundamente infelices.


Nos hemos olvidado del signo del cristiano, que es la cruz. La hemos domesticado. No nos impresiona. Incluso es un adorno para nuestras casas o nuestro cuerpo. Y precisamente ahí­, en ese olvido de la cruz, está el inicio de nuestro vací­o interior.

Cristo enunció claramente la ley de la fecundidad en la vida: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo... pero si cae en el surco, dará mucho fruto”(Jn, 12, 24). Pero la pura idea de pudrirnos en el surco muchas veces nos causa miedo, desasosiego interior. Somos hijos de nuestro tiempo... pero también somos hijos de Dios y hermanos del Crucificado...

Ahora bien, la cruz y la abnegación en nuestra vida no pueden quedarse en poesí­a e ideas abstractas. En realidad, seguir a Cristo por el camino de la cruz significa renunciar al propio proyecto, a menudo limitado, para acoger el de Dios. Es decir no a nuestra tendencia a lo más cómodo para acoger la invitación de Cristo a caminar junto a él con una vida coherente de cristianos. Es renunciar a la “ley del mí­nimo esfuerzo” para vivir más bien según la “ley de la máxima entrega”. Es aceptar la vocación que Cristo ha querido regalarme y seguirla hasta las últimas consecuencias, aunque a veces sangre el corazón. Es el camino de la verdadera libertad. ¿Vivo de verdad en la libertad de los hijos de Dios? ¿Qué me detiene?

La cruz y la negación de sí­ mismo es el camino de la conversión indispensable para la existencia cristiana, y por eso no debemos tenerle miedo. En la medida en que configuremos nuestra existencia con la de Cristo, sobre todo por la oración y el ejercicio práctico de las virtudes, podremos decir como San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí­.”

2. La cruz: signo del amor hasta el extremo

Cuando Cristo nos regala la cruz, nos obsequia la oportunidad de amar en plenitud. Pero debemos evitar la trampa de creer que la cruz está presente en nuestra vida solo en los grandes momentos de dolor, como puede ser la muerte de un ser querido, una enfermedad o un fracaso. La cruz es nuestra inseparable compañera, porque Cristo quiere que experimentemos su amor constantemente, y que cada dí­a le amemos más y mejor. Ésta se manifiesta muchas veces en la fidelidad a nuestro deber cotidiano hecho por amor.

En su última cena, Jesucristo nos dio ejemplo e invitó a amar “hasta el extremo”. Esta manera de amar quiere decir estar dispuestos a afrontar esfuerzos y dificultades por Cristo. Significa que debemos olvidarnos un poco, “desaparecer” un poco nosotros para que Cristo aparezca.

Naturalmente, ser seguidor de Cristo nunca a sido una tarea fácil. Amar como Él nos ha amado significa también no temer insultos ni persecuciones por nuestra vida coherente, por nuestra fidelidad al Evangelio. La historia de la Iglesia está jalonada por los testimonios de hombres y mujeres que han sabido amar así­. Muchos de ellos son mártires cuya sangre se ha mezclado con la de Cristo crucificado. Pero también existen otros mártires, que son los que han despreciado su honra, su fama, su triunfo personal antes de traicionar a Cristo.

Finalmente, el amor hasta el extremo que es la cruz nos exige estar dispuestos a amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persigan. Ahí­ está, precisamente, el núcleo de nuestro mensaje y el detonador de la revolución que ha causado la encarnación, muerte y resurrección de Cristo: la caridad, el perdón, la entrega sin reserva.

¿Acepto yo la cruz en mi vida? ¿La llevo con alegrí­a, como el medio privilegiado para amar como Cristo me ha amado y ha amado a los hombres?

3. La cruz: garantí­a de nuestra victoria

Una de las clásicas objeciones a la bondad de Dios, e incluso a su existencia, es la presencia del sufrimiento en el mundo. Sin embargo, Cristo ha vencido con su vida y, de modo especial en el misterio pascual, el sinsentido del dolor. Cristo ha redimido el dolor porque Él mismo lo ha asumido en su pasión. En Él nuestra debilidad, que experimentamos sobre todo al sufrir, se convierte en el medio para nuestro triunfo.

Con relativa frecuencia se nos acusa a los cristianos de ser masoquistas al poner tanto interés en la cruz. Sin embargo, cuando penetramos con el corazón en el misterio de la cruz de Cristo, nos damos cuenta de que en realidad el cristiano no busca el sufrimiento por sí­ mismo, sino el amor. El dolor, por el dolor mismo, no tiene ningún sentido. Pero el amor, si es auténtico, se manifiesta en la entrega. Y la entrega, no de lo que nos sobra, sino de nosotros mismos casi siempre es dolorosa.

Es solo Cristo, con su ejemplo, que nos muestra la fecundidad del dolor, sobre todo en la renuncia a nosotros mismos. Esta cruz que el Señor nos ofrece cada dí­a de mil maneras se transforma, cuando la acogemos, en el signo del amor y del don total. Llevarla en pos de Cristo, condición indispensable para ser sus discí­pulos, quiere decir unirse a Él en el ofrecimiento de la prueba máxima de amor.

Cada quien tiene su cruz, personal e intransferible. Y sigue siendo válido lo que se dice que Constantino vio en el puente Milvio: “Con este signo [el de la cruz] vencerás”.

Cuando algo nos cuesta, disfrutamos mucho de sentirnos amados. Volcamos nuestra pena y dolor en una persona cercana, para que nos ayude a cargar nuestra cruz. Cuando el sufrimiento toca a nuestra puerta, es que Cristo quiere que le permitamos descansar un poco, llevando nosotros aunque sea una astilla de su cruz, una espina de su corona. ¿Podemos negarle amor al Amor? ¿Nos damos cuenta de que solo amando, entregándonos, llevando la cruz de Cristo seremos plenamente humanos y cristianos?

Jesús mí­o, que quisiste morir en la Cruz para salvarme a mí ­ y a todos los hombres, concédeme aceptar por tu amor la cruz del sufrimiento aquí­ en la tierra, ayudar a mis hermanos a cargar la suya, de manera que podamos unirnos más í­ntimamente a Ti, desaparecer nosotros para que TÚ aparezcas, y gozar en el cielo los frutos de tu redención. Amén.

Fuente: Catholic.net
Autor: Cefid